A los talibanes, la milicia fundamentalista que hoy controla Afganistán, les harán falta más que mensajes moderados expresados en tono conciliador para dejar de ser señalados como lo que han demostrado ser hasta ahora: una horda de extremistas religiosos que protege el terrorismo integrista y es responsable de atroces violaciones de derechos humanos.

Pese a los términos de su primera comparecencia ante la prensa, en la que anunciaron que “respetarán los derechos de las mujeres” y no causarán daño a los extranjeros, resulta realmente difícil confiar en su palabra. Los combatientes de zonas remotas que han retomado posiciones desde los primeros anuncios del repliegue de las tropas norteamericanas no conocen de libertades ni de garantías esenciales. Las denuncias de sus crímenes en aldeas distantes y otros intolerables abusos así lo constatan. La interpretación radical de la sharía o ley islámica por estos fanáticos anticipa el peor de los pronósticos para la vida de los millones de afganos, en particular mujeres y niños que no logren escapar del régimen de terror que se avecina.

La desesperación de los que intentan abordar, a como dé lugar, los aviones militares que evacúan delegaciones extranjeras revela el pánico de quienes conocen –porque lo han vivido en primera persona- el espantoso pasado de ejecuciones públicas, mutilaciones, lapidaciones, latigazos y otras repudiables prácticas violentas instauradas por los talibanes cuando los gobernaron entre 1996 y 2001.

Los extremistas están de vuelta y con ellos parece inminente el inicio de una salvaje persecución contra los considerados infieles, de acuerdo con la ley coránica. Mujeres y niñas corren el riesgo de ser anuladas por completo de los centros educativos o laborales, por no hablar de toda actividad pública y social, como consecuencia de un sectarismo ideológico que distorsiona las normas islámicas dando validez a retrógrados conceptos machistas y patriarcales propios del oscurantismo. Un horror en sí mismo que de manera impune obligan a esconder debajo de la asfixiante burka: una vida de restricciones, a través de una malla en los ojos.

A pesar de su extrema gravedad –catástrofe humana en toda regla– esto no es lo único que debería preocupar al mundo. El ascenso de los talibanes al poder sumado a sus estrechos vínculos con los líderes muyahidines, los indómitos señores de la guerra de las distintas zonas y los poderosos traficantes de opio, apunta a desestabilizar aún más esta conflictiva zona del centro de Asia, al mismo tiempo que allana el camino para el resurgimiento del yihadismo y el terrorismo internacional. Es vergonzoso que casi 20 años después, ni una sola de las amenazas que desencadenaron la Operación Libertad Duradera en Afganistán, primera guerra de la campaña contra el terrorismo liderada por Estados Unidos y sus aliados, tras el ataque contra las Torres Gemelas, esté conjurada. Los talibanes, que se rindieron a finales de 2001 ante el avance de la coalición internacional, se replegaron a las montañas del país y desde allí pacientemente esperaron el desplome del remedo de gobierno aupado por Washington, que no pudo asegurar libertad y democracia para los afganos, pese a los miles de millones de dólares invertidos en una invasión –que hoy parece inane- al retornar, dos décadas más tarde, al mismo punto de partida.

La humillante derrota de Estados Unidos, que tampoco fue capaz de prever el veloz avance de su peor enemigo en Afganistán ni la cobarde huida de sus socios del gobierno o la rendición de las fuerzas armadas del país, llama a reconocer errores. Urge hacerlo lo antes posible para pasar de los habituales comunicados o los grandilocuentes discursos de los líderes mundiales a las acciones. Acercarse a los talibanes para buscar un diálogo funcional es apremiante. La realidad de mujeres y niñas lo exige, o como lo plantean las superpotencias, la reconfiguración de la geopolítica global lo demanda.