El tiempo se agota en Afganistán para miles de personas que cada vez más desesperadas y aterradas intentan huir del país ante el inminente retroceso de derechos y libertades por el regreso al poder del régimen talibán. Pese a sus primeros anuncios en tono moderado, era cuestión de tiempo para que los fundamentalistas islámicos mostraran su sectarismo ideológico y extremismo violento. Prohibiendo a sus compatriotas acercarse siquiera al aeropuerto, torpedean las evacuaciones de la coalición internacional que antes del 31 de agosto, fecha improrrogable para el repliegue de las tropas de Estados Unidos, no podrá rescatar a muchos más del infierno hacia el que se desliza Afganistán. Lo que pasará después de esa fecha es una incógnita, pero la hostilidad hasta ahora demostrada por los talibanes presagia una crisis humana de incalculables dimensiones con enorme potencial desestabilizador en toda la región.
En un gesto de fraternidad, que merece reconocimiento por su solidaria y valiente determinación, Colombia acogerá a un número aún no precisado de refugiados afganos que permanecerá aquí de manera temporal, mientras Estados Unidos adelanta los trámites migratorios para ubicarlos en su territorio. Los costos de la compleja operación humanitaria los asumirá su agencia de cooperación, pero se requerirá el máximo acompañamiento de la institucionalidad colombiana durante el –no menos exigente– proceso de estadía. La decisión del presidente Iván Duque es correcta y fortalece la relación con Washington en uno de los momentos más difíciles del gobierno de Joe Biden por la caótica salida de Afganistán que sin duda marcará su presidencia. Respaldarlo en esta coyuntura, además de ser un imperativo moral irrenunciable por las vidas en juego, es una estrategia que refuerza a Duque en el ajedrez político internacional.
Como nobleza obliga, corresponde a Washington entregar a las autoridades colombianas información detallada y, sobre todo, contrastada acerca de los antecedentes y vínculos de quienes han sido forzados a abandonar sus vidas en el país asiático. No se trata de cuestionar su condición socioeconómica. Ese no es el punto. En la gestión de una monumental crisis como esta, en la que nuestra nación demuestra su solidaridad, es clave que por razones de seguridad se establezcan férreos controles para detectar posibles infiltraciones de los talibanes entre los evacuados. Otras naciones lo están haciendo. Sin duda, la dolorosa situación de los afganos nos alcanza a todos. Por eso, también es importante que el Gobierno de Iván Duque asegure condiciones dignas de refugio para ellos ahora que su arribo es un hecho. Lo que está aún por conocerse es cuándo aterrizarán y el periodo que se quedarán. Si atendemos lo expresado por consultores en asuntos migratorios, su tránsito temporal se podría extender por meses e incluso más porque la decisión final dependerá de Washington.
Se abre, pues, un debate complejo sobre las responsabilidades alrededor de esta decisión que, si bien es cierto nos inserta en una “nueva alianza humanitaria internacional”, también plantea grandes retos. Mantener a los ciudadanos afganos encerrados en un hotel, aislados –quién sabe por cuánto tiempo– y a la espera de noticias que se producirán más allá de nuestras fronteras no es sensato. Si como anticipa la vicepresidenta y canciller, Marta Lucía Ramírez, a estas personas “se les garantizará su movilidad libre por todo el país, en coordinación con Migración Colombia”, hay que –por lo menos– facilitarles formas de comunicarse y de asimilar nuestra cultura, tan distante de la suya. Pensar en su salud mental, además de concederles un permiso humanitario temporal u ofrecerles atención médica, contribuirá a generar un piso de mínima estabilidad que haga contrapeso a su extrema fragilidad.