Hace apenas unos días el ministro de Ambiente, Carlos Eduardo Correa, y la directora del Ideam, Yolanda González, advertían sobre las altas probabilidades de la ocurrencia del fenómeno de La Niña en el país, con especial impacto en las regiones Caribe y Andina. Desde entonces no ha parado de llover. Las intensas precipitaciones han provocado desbordamientos de ríos, inundaciones, crecientes súbitas, deslizamientos de tierra y todo un catálogo de gravísimas afectaciones que han alterado por completo la vida de miles de habitantes de la Costa convertidos otra vez en damnificados del crudo e incipiente invierno. Es inevitable preguntarse si las emergencias, repetidas año tras año, que causan hoy la pérdida total o parcial de enseres, cultivos y animales -medios de subsistencia de comunidades de la Mojana sucreña, sur de Bolívar o del Atlántico- pudieron haberse evitado o al menos prevenido.

Ciertamente, la vulnerabilidad socioeconómica de estas familias dedicadas principalmente a actividades agropecuarias se agudiza tras cada nuevo invierno. ¿Cómo superar entonces el círculo de la pobreza si cuando deja de llover les toca comenzar casi desde cero? Las necesidades son tan ingentes que las ayudas dispuestas son solo una gota en un océano.

Apenas estamos cerrando agosto, septiembre será de transición y lo más duro se espera en octubre y noviembre, los meses más lluviosos de la segunda temporada invernal, recrudecida esta semana por el paso de una onda tropical sobre el Mar Caribe que podría transformarse en un ciclón, en las próximas horas. No se trata de ser alarmista, pero hay razones para preocuparse. Llega tarde el llamado del ministro a alcaldes, gobernadores e integrantes de los sistemas de gestión del riesgo para prepararse. Basta recorrer las zonas ribereñas de Sucre o Bolívar para constatar cómo miles de personas viven ya con el ‘agua hasta el cuello’, mientras cruzan los dedos para que los costales de arena con los que intentan protegerse no sean arrastrados por el embate de las crecientes o chorros. Cuando uno es cerrado, el río rompe otro punto. Sin tregua en sus días ni noches, los afectados temen que se repita una tragedia similar a la afrontada en 2010 y 2011, cuando La Niña los dejó totalmente arruinados. Anímicamente no se reponen de esa histórica devastación, tras la cual se quedaron esperando las obras estructurales anunciadas. Parece que estas promesas también se las llevó la corriente.

La indignación y desesperanza de estos ciudadanos clama por respuestas de las autoridades en todas las escalas. No solo las actuales, también tendrían que ofrecerlas gobiernos anteriores, así como las cabezas de organismos de control encargados de supervisar millonarias inversiones en obras preventivas o de adaptación al cambio climático, con las que se haría frente a las recurrentes inundaciones en la Costa, en especial en la subregión de la Mojana. Ante crisis invernales de magnitud tan descomunal, ofrecer medidas paliativas o repentistas para solucionarlas, en vez de asegurar los recursos para acometer las intervenciones integrales requeridas, no solo es desgastante en términos económicos, sino inútil.

Las acciones de entidades involucradas en la prevención y atención de desastres van en la dirección correcta. Buscan mitigar los efectos de fenómenos mucho más extremos, producto de la emergencia climática, pero se quedan cortísimas ante su devastador alcance. Menos improvisación y más ejercicios de responsabilidad colectiva para asumir soluciones a un mayor nivel en vista de que las obras ejecutadas no surten el efecto esperado. Si no se adoptan decisiones de fondo, se organiza el territorio y se ejecutan grandes inversiones en infraestructura, no será posible hacer frente a exigencias ambientales cada vez más retadoras.