Afganistán, llamado el cementerio de los imperios por las humillantes derrotas allí sufridas por los ejércitos más poderosos del mundo –el británico, el soviético y más recientemente el estadounidense- transita hacia la instauración de un estado islámico radical donde nadie parece tener hoy el monopolio de la fuerza ni la violencia, mucho menos el de la sensatez. La espantosa matanza de más de 170 personas en un atentado terrorista suicida reivindicado por el Estado de Khorasán, la rama afgana del Estado Islámico (EI) –enemigo declarado de los talibanes– abrió una nueva etapa, absolutamente impredecible, en la cruenta guerra que libran estas dos facciones extremistas, ahora que Estados Unidos y sus aliados culminan, con más pena que gloria, su retirada del país asiático. De poco o nada sirvieron las dos décadas de intervención militar y civil de Estados Unidos y la coalición internacional que intentó establecer un Estado inclusivo y pacífico con instituciones sólidas. Todo se vino abajo en tiempo récord desatando un escenario caótico que derivó en una improvisada evacuación contra reloj de los extranjeros y la mayor cantidad posible de colaboradores afganos.
Pese a que miles de personas lograron ser rescatadas por las tropas occidentales, incluso en riesgosas operaciones ‘in extremis’ realizadas por fuera de los límites del aeropuerto de Kabul, un número indeterminado de ellas quedó a merced de los talibanes que los consideran traidores por sus vínculos con las fuerzas extranjeras. Su futuro es dolorosamente incierto por el sangriento revanchismo desplegado por los fundamentalistas en su anterior gobierno. Si los talibanes constituyen por sí solos una descomunal amenaza, su incapacidad para garantizar la seguridad de la totalidad de la población afgana ante el violento avance de los extremistas de Isis-K, que como ellos usan el Islam para justificar sus atrocidades, agrava aún más la crisis humana del inhóspito país que podría volver a convertirse en un refugio de terroristas del Estado Islámico y hasta de Al Qaeda.
Hasta ahora, ni dentro ni fuera de Afganistán, existen razones para creer que los insurgentes cumplirán con su palabra de respetar los derechos humanos y las libertades de los ciudadanos. Si así fuera, nadie arriesgaría su vida tratando de huir, antes de que se cumpla la salida del último soldado americano. Quienes no solo respaldaron, sino que también trabajaron por construir un país con mínimas bases democráticas, libre de interpretaciones radicales del Corán y de la ley islámica y con garantías para todos, en especial para mujeres y niñas, se descubren abandonados a su suerte en medio del acelerado deterioro de la situación. De tal manera que es lógico que buena parte de ellos persistan en su propósito de abandonar el país, cueste lo que cueste. Las migraciones forzadas por la violencia son imparables y no entienden de controles fronterizos ni de política. Solo conocen el miedo.
Frente a la nueva crisis de refugiados que se avecina, la comunidad internacional –tras su fracaso en Afganistán- no puede ser indolente. Estados Unidos y Europa están llamados a recibir a los afganos que dejaron atrás, luego de su desbandada. Es un imperativo moral de estos países establecer espacios de diálogo para acordar con los talibanes corredores seguros que faciliten salidas concertadas de sus colaboradores, así como mecanismos para brindar asistencia humanitaria a las millones de personas que creyeron en una promesa de futuro que no se concretó. Sería un mayor descrédito para la fallida intervención, cerrarle la puerta en la cara a quienes confiaron en ella. La comunidad internacional debe actuar unida para encontrar una solución legal para ellos, lo que atenuaría, al menos, el deshonor de la escapada de Afganistán.