La propuesta del alcalde de Malambo, Rumenigge Monsalve, de respaldar a los comerciantes de su municipio que quieran armarse, para enfrentar la inseguridad que los avasalla, choca con la posición del Gobierno nacional de ejercer control riguroso de las armas con permiso y perseguir implacablemente a las ilegales.
El mensaje del Consejero para la Seguridad Nacional, Rafael Guarín, es claro: ni promover su compra ni tampoco su porte. “Las armas no son derecho en Colombia, conforme a la Constitución”, ha manifestado –en reiteradas ocasiones– el asesor presidencial en medio del intenso debate acerca de cuál es el mejor camino para fortalecer los mecanismos de respuesta de la fuerza pública y organismos de justicia ante los hechos perpetrados por una delincuencia en expansión.
Ceder o compartir el monopolio de las armas que reside exclusivamente en el Estado, pese a todos los cuestionamientos existentes frente a este innegociable principio, abriría un quiebre peligroso en la institucionalidad que la debilitaría aún más. Si cada persona decidiera obrar por cuenta propia adquiriendo un arma –con o sin permiso– para usarla en vista de que el Estado no le proporciona una adecuada seguridad, en poco tiempo la mínima noción de sociedad quedaría devaluada.
Las armas de fuego están siendo empleadas para el ejercicio profesional de la violencia por parte de criminales, cada vez más desalmados. De eso no hay ninguna duda. Con ellas intimidan, amenazan, asesinan e imponen intolerables ultimátums, en este caso a los comerciantes de Malambo para que abandonen su hogar o cierren negocios si no ceden a sus pretensiones extorsivas.
El hartazgo, temor e impotencia de estas personas es totalmente comprensible. También su indignación por la falta de capacidad o accionar de las autoridades, en especial de la Policía, a la que reclaman presencia permanente en el territorio en cumplimiento de su deber de garantizarles seguridad. La falta de garantías de protección para sus vidas, libertades y patrimonio –mayor responsabilidad del Estado– se interpreta como una fragilidad institucional, lo que incrementa su desconfianza al punto de sentirse abandonadas a su suerte.
Si el mismo Estado, las alcaldías o la fuerza pública dejan vacíos de autoridad o resignan su obligación de combatir la criminalidad, esta obtendrá ventajas que tarde o temprano terminarán por arrinconar a la comunidad, sometiéndola a sus abusos. Pero, la determinación de la ciudadanía de armarse para hacer frente a las estructuras delincuenciales que las acechan también puede ser caótica. Intentar hacer justicia por mano propia no garantizará reducción de los delitos; ni llenar las calles de Malambo de armas, así sea amparadas por permisos, asegurará por sí sola mayor seguridad, de acuerdo con la evidencia empírica. Por el contrario, se corre el riesgo de destapar una impredecible caja de Pandora en la que el ciudadano coaccionado podría terminar convertido en victimario y el ladrón en víctima. Poner la violencia por encima de la razón o del derecho es ética y moralmente inaceptable.
Ciertamente urge adoptar estrategias de seguridad que refuercen la capacidad del Estado y les devuelvan a los ciudadanos su tranquilidad, además de su confianza en las instituciones, en particular en el sistema judicial. Avalar medidas populistas y efectistas que provoquen un choque de trenes entre los gobiernos central y local desconcierta a quienes reclaman mejor articulación en todos los niveles para hacer frente a una misma crisis.
Ante circunstancias tan complejas, conviene reflexionar sobre las consecuencias de esta propuesta, porque flexibilizar o liberar las restricciones en la tenencia o porte de armas podría desatar nuevas formas de criminalidad o recrudecer lamentables casos de violencia intrafamiliar, feminicidios u homicidios por intolerancia. El alcalde Monsalve –como primera autoridad de Malambo– es el llamado a fortalecer la institucionalidad que él mismo representa.
Armar a la ciudadanía en Malambo la expone a una espiral de violencia difícil de controlar.
Si el mismo Estado, las alcaldías o la fuerza pública dejan vacíos de autoridad o resignan su obligación de combatir la criminalidad, esta obtendrá ventajas que tarde o temprano terminarán por arrinconar a la comunidad, sometiéndola a sus abusos. Pero, la determinación de la ciudadanía de armarse para hacer frente a las estructuras delincuenciales que las acechan también puede ser caótica.