Venezuela acude este domingo a las urnas para elegir a sus gobernantes regionales, con dos importantes novedades frente a procesos electorales anteriores. Por un lado, habrá presencia de observadores internacionales de la Unión Europea, el Centro Carter y las Naciones Unidas, luego de más de 15 años de ausencia. Y por otro, los partidos mayoritarios de oposición participarán. Algo que no ocurría desde los comicios de 2017.
Ciertamente, son hechos significativos que vale la pena reconocer porque marcan diferencia respecto a votaciones previas, cuestionadas en distintos escenarios por su falta de garantías democráticas. Pero también conviene precisar que esto no supone la inminente salida del poder de Nicolás Maduro y sus áulicos que deben estar alistando la celebración de una nueva victoria.
Las encuestas, como ha ocurrido durante los últimos 22 años en el país vecino, favorecen al chavismo. Reconocidas firmas como Datanalisis estiman que la oposición escasamente obtendrá de tres a ocho gobernaciones de las 23 en disputa, mientras que la abstención oscilará entre 40 % y 50 %. Otros sondeos muestran un empate en la intención de voto entre el gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y la oposición. A decir verdad, no sorprende este complejo escenario electoral, producto de la fragilidad de las instituciones venezolanas copadas casi en su totalidad por el régimen que conduce a los votantes a un viejo y recurrente dilema: participar o abstenerse.
Angustia saber que, pese a la grave crisis económica y humanitaria que soporta la gente, su desilusión y desconfianza en la dirigencia política y líderes partidistas, o el temor a validar un fraude, sobrepasan su intención de concurrir a las urnas. Quienes buscan una opción distinta se encuentran en una sin salida frente a un oficialismo mañoso, curtido en técnicas para presionar el voto, y todavía respaldado por un electorado amplio y leal, al que saben cómo movilizar porque llevan años haciéndolo. Del otro lado, aparece una oposición fragmentada y a la deriva que sigue sin encontrar el rumbo para encarar un futuro en unidad: grupos dispersos que ni siquiera son afines en ideología política ni en acciones o estrategias. Si acaso encuentran coherencia en su talante antigobiernista. Claramente, no convencen.
Romper el círculo vicioso de la negativa de los ciudadanos a votar podría convertirse en el principal logro del proceso electoral. Si esto se consigue, se habrá dado un paso fundamental para restablecer la hoja de ruta electoral en Venezuela, lo que permitiría allanar una salida democrática y pacífica a sus conflictos. Es la apuesta de un sector de la oposición que demandaba condiciones y un cronograma electoral en la mesa de negociaciones, actualmente paralizada en México, tras la extradición de Alex Saab a Estados Unidos. La renovación total de los miembros del Consejo Nacional Electoral (CNE) es otra señal alentadora en la batalla democrática que sostienen amplios sectores del vecino país.
Al final, la verdadera lucha la libran millones de personas que, asfixiadas por la hiperinflación y la dolarización de facto, hacen malabares para esquivar las estrecheces económicas y la falta de productos básicos o servicios públicos esenciales, por no hablar de la inseguridad en las calles. Los más pobres de los pobres dependen de la asistencia humanitaria de emergencia proporcionada por las agencias humanitarias de la ONU para no desfallecer. Su resistencia diaria es ejemplar. Los ciudadanos venezolanos merecen dirigentes políticos capaces de garantizarles un futuro digno, en el que se acelere una transición pacífica y democrática.
Las señales de agotamiento del régimen chavista son irrebatibles. La oposición está demorada para asumir, con unidad y entendimiento, un justo liderazgo por el bien de la gente que, pese a la tozudez de los unos y los otros, sigue demostrando la bravura de un pueblo que pide libertad.