Cinco años después de la firma del Acuerdo de Paz en el Teatro Colón de Bogotá, la inquebrantable dignidad de las víctimas, reconocidas como el eje central de la negociación entre el Estado y la guerrilla de las Farc, nos recuerda a los colombianos, incluso a los más escépticos, que aún existen enormes retos por delante. Nadie como ellas retratan la utopía realista de los derechos humanos en este país.

Su ejemplar resistencia, además de determinante voluntad de trabajar a diario por transformar las adversas realidades que las han condenado, junto a sus comunidades, a padecer una vida de injusticias, desigualdades y carencias, se levanta cual escudo invisible que repele la sinrazón de la violencia. No es una contradicción ni tampoco sorprende que la extraordinaria generosidad de las víctimas solo sea comparable con su inmenso sufrimiento. Héroes sin capa, dotados con machete y azadón.

Si bien es cierto que en su entorno más cercano, en el corazón de los territorios de la Colombia profunda, persisten factores relacionados directa o indirectamente con el conflicto armado que les han impedido satisfacer plenamente su derecho a obtener verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. También es inequívoco que su clamor a favor de la paz continúa inalterable. ¿Cómo lo hacen? Hable con ellas para entender la manera en que han resuelto la cuadratura del círculo que a tantos les resulta inconcebible.

Más allá de cuestionamientos, y a lo largo de estos cinco años, sí que han llegado desde todos los flancos, nadie debería atreverse a poner en duda el compromiso de las víctimas con la terminación del conflicto y la reconciliación. Buena parte de ellas, habitantes de la región Caribe, en los Montes de María, sur de Córdoba, Sierra Nevada de Santa Marta o Serranía del Perijá -solo por mencionar algunos parajes de nuestra geografía – no han dejado un solo día de levantar su voz para reclamar la construcción de una vida posible en la que prevalezcan mínimas condiciones de estabilidad para superar el histórico lastre de su exclusión estructural.

Imposible desconocer, eso sí, lo que ha ido a peor durante el posacuerdo, en el que se han complejizado aún más las causalidades que hacen tan difícil superar el estado actual de las cosas. En poco tiempo, las víctimas pasaron de una relativa y esperanzadora calma al desconsolador trajinar de los fusiles. Esta vez, en manos de otros actores armados ilegales: los sucesores del paramilitarismo y de las antiguas Farc, que al lado de estructuras criminales que nunca se marcharon, escasamente se movieron a otras zonas, reconfiguraron la guerra, aprovechándose de la falta de oportunidades socioeconómicas para los jóvenes, la ausencia institucional o la presencia diferencial del Estado.

El vacío duró poco. Los nuevos señores de la guerra lo llenaron sin más. El resurgimiento de la violencia, constatado por las víctimas a un costo altísimo, el de sus propias vidas, es incontestable. La Fundación Paz y Reconciliación (Pares) documenta 675 asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos, entre el 24 de noviembre de 2016 y septiembre de este año. Además, 293 reincorporados excombatientes de las Farc que dejaron las armas han sido asesinados, según el partido Comunes. ¡Desolador!

Cinco años después de la firma del Acuerdo, los rezagos en su implementación generan sentimientos de frustración en muchas comunidades rurales que advierten nuevas y peligrosas acechanzas en su contra, pese a la apuesta perseverante por la paz y la convivencia liderada por las víctimas. No se les puede dejar solos, como tantas veces ha ocurrido. Ciertamente, existen asuntos sin resolver relacionados con la reforma rural integral, la apertura democrática plena o la erradicación del narcotráfico, pero también hay avances importantes que no deberíamos soslayar. El empoderamiento de las víctimas que reivindican sus derechos, en ocasiones frente a sus victimarios, es uno de ellos. Seguir acompañándolos nos redime y hace un país más humano.

Su ejemplar resistencia, además de determinante voluntad de trabajar a diario por transformar las adversas realidades que las han condenado, junto a sus comunidades, a padecer una vida de injusticias, desigualdades y carencias, se levanta cual escudo invisible que repele la sinrazón de la violencia.