El feminicidio de Elaine Figueroa Chávez, de 19 años, a manos de su expareja y padre de su bebé, José Ángulo Manjarrez, en el interior de una vivienda en el corregimiento La Playa, de Barranquilla, expresa, de la manera más salvaje, la persistencia de una violencia estructural, arraigada en una histórica dominación masculina, que dolorosamente sigue ensañándose contra mujeres y niñas. Agresiones que son el resultado de un brutal desequilibrio de poder frente al que no cabe ni silencio ni indolencia. Mucho menos, el conformismo.

Como le había sucedido a su madre Dayana Figueroa, 17 años atrás, la joven venía siendo víctima de malos tratos y abusos por quien finalmente la mató el pasado 10 de noviembre. El inaceptable crimen de Elaine le dio una nueva dimensión al memorial de sufrimiento que arrastra esta familia, aun golpeada por el feminicidio de Dayana, registrado el 26 de enero de 2004, también en Barranquillla. El responsable de este asesinato machista fue el padre de la ahora víctima.

A pesar del tiempo transcurrido entre uno y otro feminicidio, las circunstancias que los rodearon fueron las mismas. Elaine como Dayana eran víctimas de la tragedia que es en sí misma la violencia de género, considerada con todas sus formas posibles como una de las transgresiones más atroces y generalizadas de los derechos humanos. Desterrar la cultura de la violencia contra las mujeres, empezando por la misoginia, debe ser un compromiso del conjunto de la sociedad llamada a formar en valores. En este sentido, la educación sobre masculinidades positivas, relaciones familiares respetuosas, paternidad responsable y resolución pacífica de conflictos –empezando por casa- juega un papel trascendental para crear conciencia preventiva, con especial énfasis en los menores de edad.

El maltrato no es normal ni demostrativo de amor o afecto. Quien lo cree así se engaña. Carece de justificación o sentido común intentar banalizar atropellos que podrían poner en riesgo la salud o el bienestar propios y los de personas cercanas. Naturalizar insultos, agravios verbales, golpes o ataques sexuales desencadena relaciones insanas e irrespetuosas, en las que las mujeres, en particular las más vulnerables en términos socioeconómicos, llevan la peor parte y terminan siendo víctimas de lesiones físicas y daños emocionales.

Las instituciones, sobre todo las de justicia, tienen una responsabilidad fundamental para brindar un acceso oportuno y eficaz de sus servicios a mujeres denunciantes de violencia intrafamiliar. Elaine lo hizo. Buscó ayuda cuando comenzó a ser maltratada, en diciembre de 2020, por el hombre que la asesinó en noviembre de 2021. ¿Por qué no se le garantizó protección? Es chocante constatar cómo persisten odiosas barreras que dificultan un adecuado acompañamiento a las víctimas. Aunque la normatividad es importante, contar con leyes más severas o que incrementen las penas, no asegura el fin de la violencia de género.

Fortalecer la capacidad de respuesta contra este flagelo, agravado en la actualidad por más pobreza y exclusión -efectos de la emergencia sanitaria-, exige identificar mejores prácticas que lo combatan de forma contundente, y a la vez sirvan para derribar el nocivo sistema de normas socioculturales que perpetúan la subordinación a través de odiosos estigmas o discriminaciones hacia niñas y mujeres. Lo que hoy existe no está ofreciendo los resultados esperados. La pandemia de abusos sexuales contra menores en el interior de sus hogares perpetrados por sus familiares más cercanos y el creciente número de feminicidios revela una aterradora crisis que genera, sin duda, una alarma social.

Erradicar las actitudes o discursos irresponsables, además de tolerantes de los abusos e impunidad alrededor de la violencia de género, es crucial. Pero también urge trabajar, definiendo metas y plazos, para superar las desigualdades sistémicas en los ámbitos educativos, laborales o de acceso a la salud y participación en política que generan mayor vulnerabilidad en las mujeres.

Toda víctima mortal de la violencia machista duele. No podemos seguir pasando página tras cada nuevo caso, borrando la memoria de estas mujeres. Desechadas sin más. Este no es un problema particular, es de todos y, como tal, debemos hacer mucho más para construir una sociedad con más igualdad y equidad de género.

El maltrato no es normal ni demostrativo de amor o afecto. Quien lo cree así se engaña. Carece de justificación o sentido común intentar banalizar atropellos que podrían poner en riesgo la salud o el bienestar propios y los de personas cercanas.