Angela Merkel es historia. En todo sentido. La hoy excanciller alemana finalmente cerró su impresionante trayectoria de 16 años al frente de la locomotora europea, tiempo durante el cual su pragmática figura, con todas sus luces y sombras, se convirtió en inalterable fuente de estabilidad. Tanto en el plano interno, al construir sólidos acuerdos de coalición con las distintas fuerzas políticas de su país, como en el externo, al ser articuladora de las relaciones entre sus socios de la Unión Europea, y entre las del bloque comunitario con el resto del mundo. Su salida de escena obligará a una recomposición de fuerzas, aún bastante imprevisible.
En 2005, Merkel asumió como la primera mujer en gobernar la República Federal de Alemania. Desde entonces, su talante de líder eficiente, revestido de autoridad y, ante todo, absolutamente cercano a la cotidianidad de los alemanes de a pie, la erigió como un imbatible referente global. Imposible desconocer su relevante impronta en las grandes decisiones de la geopolítica de los últimos cinco lustros. Pese a su reconocido estilo moderado y dialogante, capaz de acercar las posiciones aún más distantes, jamás negoció sus principios democráticos. Ni tampoco toleró el menor asomo de populismo de ultraderecha que tocó su puerta durante su extenso mandato.
Duramente cuestionada en sus inicios por su nacionalismo, Merkel supo evolucionar a nuevas formas de relacionamientos estratégicos y equilibrios continentales que, aunque le generaron tensiones con sus aliados más conservadores, lograron afianzar su capital político. Ese respaldo popular fue decisivo para encarar las fortísimas crisis a las que se vio abocada, y de las que no siempre salió bien librada. Pese a no acertar todas las veces, nunca renunció a tomar decisiones importantes sustentadas en criterios consecuentes con los intereses y exigencias de Alemania y el resto de la Unión Europea.
Por sus manos pasaron asuntos de impacto histórico como la crisis financiera global de 2008, la del euro de 2010, la migratoria de 2015, la del Brexit en 2020 o la desatada por la pandemia, también el año anterior. Cuando la desconfianza parecía arruinarlo todo, el liderazgo de la entonces canciller facilitó la definición de salidas alejadas de los extremos, lo suficientemente sensatas para construir consensos en medio de los disensos. Ciertamente, una forma imprescindible de entender la política para adaptarla a las circunstancias reales, sin dogmatismos impracticables.
Con Merkel al mando, la locomotora europea aceleró, consolidándose como la primera potencia económica de Europa: aumentó su PIB, impulsó su modelo productivo gracias al nacionalismo exportador en sectores claves como el automovilístico –una estrategia que no ha estado exenta de denuncias de competencia desleal por sus vecinos-, incrementó salarios y mantuvo el desempleo a raya. Sin embargo, aunque Alemania es un país rico, el riesgo de exclusión social crece, como también lo hace la precarización laboral o el desequilibrio en las pensiones. Una crisis en ciernes que deberá ser asumida por el nuevo canciller, el otrora ministro de Hacienda, el socialdemócrata Olaf Scholz.
Merkel ya no está. Era inevitable que sus determinaciones tuvieran un costo político que, a la larga, terminaran por desgastarla. No solo a ella, también a su partido, la Unión Demócrata Cristiana, que por cierto no supo elegir un buen candidato para disputar la sucesión. Con sus errores y aciertos, en el balance final, la física reconvertida en una imbatible figura política, una auténtica líder, deja un listón demasiado alto al abandonar el poder. Tanto así que su partida es asumida como una dura pérdida para Europa que, como la misma Alemania, confía en que poco o nada cambie por lo menos en el corto plazo, con la llegada del nuevo gobierno.