La dura experiencia de una infancia nublada por la miseria y la exclusión social labró el destino de tres vidas plenas de bondad que merecen ser reconocidas por su extraordinaria nobleza. Ni siquiera durante los momentos más áridos de la pandemia, las personas lograron derribar del todo sus barreras para estrechar los vínculos con sus prójimos, ratificando cómo la solidaridad, lamentablemente, parece que ha entrado en desuso.

La historia de María, Ruth y Johana Pozo, tres hermanas consideradas como los ángeles de ‘El Basurero’, como se conoce al sector del barrio El Porvenir de Soledad donde cumplen una encomiable labor social alimentando a más de 200 niños vulnerables, nos reconcilia con lo mejor de la humanidad. Su entrega desinteresada, símbolo de generosidad suprema, es fuente de esperanza para quienes a diario son invisibilizados por una sociedad que deshecha, con pasmosa indolencia, a los más necesitados.

La Fundación Social El Pozo de la Felicidad, establecida hace más de 15 años, surgió como el desahogo de un pasado de privaciones y precariedad que dicen, nadie debería padecer. Su valor, por tanto, es inconmensurable. Las tres mujeres conocen de sobra cómo el hambre atenaza la humanidad de un pequeño: 35 o 40 años atrás, ellas mismas lo sintieron en carne propia, cuando regresaban del colegio y tenían que conformarse con un tinto y un pan de sal porque en su casa no había para nada más. Sin su abnegada misión -consiguen los alimentos y ellas mismas los preparan- los pequeños que recibe el comedor comunitario pasarían los días en blanco.

En pandemia, la desmesurada escasez de estas familias, que sobreviven de lo que encuentran en las calles o escarban en la basura, se ha acentuado a niveles dramáticos. Desgarra el alma la fragilidad de los niños del botadero, buena parte de ellos desplazados por la violencia o migrantes, ausentes de sueños e ilusiones y solo movidos por un urgente sentido de supervivencia diaria. Alcanzan redención gracias al cariño y compasión de las Pozo que, con palabras dulces y gestos tiernos, alimentan también sus almas logrando desarmar sus endurecidos corazones que, pese a sus pocos años, acumulan inimaginables sufrimientos. Las hermanas conciben la solidaridad como un principio de vida.

Es así como son capaces de anteponer, con admirable estoicismo, las necesidades de los demás a las suyas. Dos de ellas batallan contra cáncer de mama y anemia de células falciformes, enfermedades que por temporadas las alejan de su cometido, pero más temprano que tarde retoman las labores de la fundación, entre ellas las clases que también imparten a los menores desescolarizados de ‘El Basurero’. Su conexión con ellos conmueve, porque comparten lo que a tantos otros les cuesta asumir, el dolor de una vida desdichada. Es más fácil poner una distancia analgésica y prudente del sufriente que ejercer verdadera solidaridad para que su tristeza no perturbe nuestra cómoda felicidad.

Por el contrario, María, Ruth y Johana hacen suyos el desconsuelo o la tristeza de los pequeños poniéndose en su piel e identificándose con sus padecimientos. Todos deberíamos aprender de su ejemplar actitud compasiva, sobre todo en esta época de Navidad, pero -aún más- deberíamos sumarnos a su causa aportando a ella de forma significativa para reivindicar nuestra condición humana. Es esencial que las Pozo cuenten con recursos económicos o respaldo de voluntarios para que su fundación siga adelante. Una sociedad no puede encarar un futuro posible si no expresa solidaridad con los más vulnerables. Ese camino nos los enseñan hoy María, Ruth y Johana. Basta seguirlas. Feliz Navidad para todos.

Su conexión con los niños conmueve, porque comparten lo que a tantos otros les cuesta asumir, el dolor de una vida desdichada. Es más fácil poner una distancia analgésica y prudente del sufriente que ejercer verdadera solidaridad para que su tristeza no perturbe nuestra cómoda felicidad.