Las seis masacres con 18 víctimas mortales registradas en los albores de este año, así como los crímenes de la defensora de derechos humanos y reclamante de tierras Luz Marina Arteaga, en Casanare, y de Breiner Cucuñame López, de solo 14 años, miembro de la Guardia Indígena Estudiantil del resguardo Las Delicias de Buenos Aires, en Cauca, envían nuevos mensajes devastadores a la Colombia profunda.
Indefensas, estas comunidades, en la mayoría conformadas por indígenas, afrodescendientes y campesinos, se sienten cada vez más desesperadas por la aterradora violencia que los acecha a diario, y desde distintos frentes, amenazando con devorar todo lo que encuentra a su paso. Bastaron pocos días para comprobar que en 2022 seguimos en las mismas.
Las cifras de la infamia varían dependiendo de quien las entregue. Pero la caótica cotidianidad que deben soportar las personas sometidas al irracional accionar de los herederos del paramilitarismo, las disidencias de las Farc, la guerrilla del Eln o las bandas criminales locales es bastante similar. Pese a las lógicas o dinámicas territoriales, propias de conflictos de carácter regional que requieren ser atendidas con enfoque diferencial, la falta de garantías estatales, a juicio de los propios habitantes de estas zonas, también les impide alcanzar una vida libre de violencias.
Mientras la Defensoría del Pueblo reportó 145 homicidios de líderes sociales y defensores de derechos humanos en 2021, la Oficina de la Alta Comisionada de la ONU para los DD. HH. confirmó 73. Una tercera aproximación del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, Indepaz, documentó 171 asesinatos en 108 municipios, de 25 departamentos. Dolorosamente, Cauca, Antioquia, Valle del Cauca, Chocó, Nariño, Norte de Santander y Putumayo concentran el 70 % de los crímenes de esta población en el país.
Aunque los tres registros coinciden en una importante disminución de casos, comparados con los de los últimos cuatro años, no existe ningún motivo que induzca a la tranquilidad. Por el contrario, el deterioro en las condiciones de seguridad territorial en Valle del Cauca o Antioquia revela alarmantes señales del recrudecimiento y expansión del conflicto en zonas donde nunca cesó. Como es previsible, el impacto humanitario en la población civil, en particular entre los liderazgos comunales e indígenas –sobre todo en el Cauca– continúa en un preocupante aumento. Mucho más, en plena época electoral.
El progresivo aniquilamiento de procesos en defensa de los territorios y los derechos de las comunidades, que eran dirigidos por las víctimas de los grupos armados ilegales, responde, de acuerdo con el análisis de Camilo González Posso, presidente de Indepaz, a “un complejo de conjuntos criminales y alianzas múltiples que no quieren aceptar el tránsito de la guerra a la paz. Es la persistencia de los discursos que dicen que la guerra en Colombia tiene que solucionarse mediante más guerra o soluciones militares”.
Ponerle fin a la barbarie de las masacres –en 2021 se reportaron 96 con 335 personas asesinadas– o frenar los odiosos crímenes de los líderes sociales y defensores de derechos humanos dependerá en buena medida de que el Estado, los actores políticos y económicos, al igual que la sociedad en general, seamos capaces de visibilizar, reconocer y acompañar su labor. Otro factor crucial es eliminar, de una vez por todas, cualquier mensaje de odio que los estigmatice. La impunidad que suele rodear estos crímenes es también un perverso incentivo que alienta la macabra estrategia de quienes la ejecutan.
En última instancia, se puede estar o no de acuerdo con su forma de velar por las necesidades e intereses de su gente o de expresar inconformismo ante conflictos socioambientales, por ejemplo. Pero ni lo uno ni lo otro es conducente a tolerar que los líderes sociales sean amenazados o vilmente asesinados. Tan importante como asegurar que estos crímenes cesen definitivamente es que en los territorios donde se producen se generen condiciones de bienestar, progreso y seguridad para todos sus habitantes. Claramente, en el camino hacia la paz, todavía largo y esquivo, hay mucho por construir.