Los peores temores de la comunidad internacional se han cumplido. El presidente Vladímir Putin lanzó sobre Ucrania una operación militar a gran escala, que lejos de ser un reducido ataque, sobre el este para “desnazificar” a ese territorio –delirante argumento de quien decidió erigirse como el mayor contradictor de Occidente– marca el inicio de una guerra premeditada de consecuencias catastróficas, con bombardeos generalizados, que trasciende a otras regiones de esa nación, incluso a su capital Kiev.

Horas después del inicio de una invasión que jamás debió ser, nadie se atreve a anticipar lo que está por venir. Lo que salta a la vista es que millones de civiles, presos de la incertidumbre, el miedo y la angustia, se encuentran, literalmente, atrapados en medio de un conflicto, irracional como todos, que pone en riesgo sus vidas. La defensa de la soberanía, la libertad y la democracia no puede someter a nadie a pagar un precio tan excesivamente alto, como el que hoy deben asumir, de manera injusta, los ucranianos por cuenta de un solo hombre que, amparado en su descomunal poderío militar, desencadenó, sin razón, estos caóticos hechos.

Situándose del lado equivocado de la historia, el autócrata Vladímir Putin insistió en las últimas horas en legitimar su insensata intervención, señalando que “no le dejaron opción”. ¡Vaya caradura! En un nuevo discurso, tan vesánico como los anteriores, trató de justificar lo injustificable, mientras en Ucrania caían las bombas que dieron inicio al infame e irrefrenable conteo de muertos, heridos, desplazados y refugiados, inexorable guion de todas las guerras que la humanidad se resiste a desaprender, pese a sus desastrosos efectos.

La gravedad de esta crisis de seguridad en Europa, impensable hasta hace poco cuando la mayor preocupación de sus líderes se centraba en contener el impacto de la pandemia, revela la obsesión de Putin por quedarse con Ucrania, cueste lo que le cueste. Obstinada e intransigente determinación que traspasa todo límite de la sensatez o del sentido común, al tiempo que vulnera los principios más elementales del sistema internacional y altera por completo la situación de seguridad euroatlántica, dejando a Europa al borde de su peor conflicto desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

No resulta descabellado pensar que, en su delirante pretensión de reconfigurar las fronteras de lo que para él sigue siendo el otrora imperio ruso, Putin decida extender sus acciones bélicas más allá de Ucrania, socavando la integridad territorial de países soberanos que no desean volver a estar bajo la hegemonía de un ‘nuevo zar’, que apuesta por redefinir el orden mundial para autoproclamarse como el actor político más relevante de su tiempo. ¿Llegará a ser capaz de reformular las reglas internacionales a su acomodo, obteniendo carta blanca para violar fronteras e intervenir en los asuntos internos de otras naciones, hasta restablecer la supremacía de la Unión Soviética? Sería un chantaje inaceptable.

¿Cuánto podría costar en términos políticos, económicos, y en especial humanitarios, la recomposición de la geopolítica global, resultante de la ruptura de esas normas del sistema internacional, que busca ejecutar Putin, dueño de la más poderosa fuerza nuclear del mundo? El camino es desalentador, sin duda, pero hay que actuar y de forma coordinada. Estados Unidos y la Unión Europea elevaron el tono de su condena unánime contra Rusia, también la severidad de las sanciones para castigar sus finanzas; mientras Naciones Unidas volvió a mostrarse débil e incapaz de adoptar una resolución para pararle los pies al invasor. Una historia tristemente repetida.

La guerra en Ucrania nos toca a todos. También a nosotros. La economía internacional, aún lastrada por la crisis pandémica, se resentirá mucho más, agudizando la actual escalada inflacionista local que genera estrés alimentario. El resto de las consecuencias, aún impredecibles, no tardarán en llegar, pero claramente nuestra realidad será más difícil. La suerte está echada.