Ahora que se han reducido de manera significativa los contagios y decesos por la pandemia, empiezan a hacerse más evidentes las profundas secuelas emocionales de este prolongado aislamiento. Un tiempo inédito que desequilibró, como nunca antes, la estabilidad de personas con características, tan distintas como distantes, que terminaron unidas, compartiendo las mismas dolorosas cicatrices en el alma y, en algunos casos, en el cuerpo.

Han pasado casi dos años del inicio del primer confinamiento, decretado para enfrentar los impactos de la peor amenaza sanitaria de nuestra era. Desde entonces, incontables situaciones dramáticas, algunas de ellas de extrema complejidad, han zarandeado la vida de quienes debieron encajar, de un momento a otro, la pérdida de sus seres amados, el final de ilusionantes opciones de futuro o la incertidumbre de la adversidad constante. No es de extrañar que tiempo después del final de las restricciones tantos sigan sin entender ni superar la tristeza covid, otro efecto de larga duración que nos heredó –sin más– esta experiencia.

Nadie pidió ser tocado por el virus, ni nadie pudo evitarlo. La nueva normalidad en centros educativos, espacios laborales y actividades de interacción social confirma el demoledor resultado de las crisis covid en la salud mental de gran parte de la sociedad, aún con escasa atención de los servicios de salud. Si antes ya era una odisea contar con intervención oportuna y eficaz por la falta de profesionales competentes, la descomunal magnitud de este iceberg, apenas visible en su porción más reducida, lo hará más complicado.

Las alteraciones están a la orden del día. Niños de dos o menos años con manifiestas deficiencias de interacción comunicativa; escolares incapaces de lidiar con sus emociones, enfrentándose con sus compañeros o siendo víctimas de matoneo; adolescentes cada vez más frágiles por crecientes trastornos de ansiedad, fobia social y depresión; adultos con mayor prevalencia de desórdenes afectivos, consumo y abuso de sustancias psicoactivas, que derivan en conductas suicidas; y abuelos desolados, tras ser prácticamente desechados por sus familias y redes de apoyo.

¡Bienvenidos a la era poscovid! Un período sin precedentes en el que a demasiadas personas les está resultando difícil dibujar escenarios optimistas en sus vidas. Dejarlos solos es una perspectiva que nadie debería permitirse, pero en medio de tantas carencias económicas, socioemocionales, físicas y cognitivas que han disparado los índices de estrés y exacerbado los síntomas de trastornos mentales previos, vale la pena preguntarse ¿por dónde comenzar a sanar? Reconocer la realidad sin tapujos puede ser un buen inicio. Luego, sin dudarlo, hay que pedir ayuda.

Disfrazar las señales de alerta, minimizarlas u ocultarlas, a título personal o en el interior de los hogares, no conducirá a superar la angustia, el pánico o la ansiedad que devora a quienes se sienten estigmatizados o excluidos por su condición. El miedo es un pésimo consejero, en especial entre los más jóvenes que agobiados por pesos insoportables asumen dolorosas determinaciones, como autolesionarse o suicidarse. Identificar los casos de riesgo y actuar a tiempo es fundamental para prevenir estas conductas. Una tarea en la que familia y entorno escolar desempeñan un papel crucial.

Es preocupante que el 44,7 % de las niñas, niños y adolescentes del país afronte “algún problema de salud mental”, pero aún resulta mucho más alarmante que el 6,6 % de la totalidad de la población colombiana tenga una “ideación suicida”, como señala el Ministerio de Salud. Muchos factores orbitan alrededor de tan serio problema de salud pública que demanda intervención integral, con detección temprana, atención continua y generación de capacidades con familia y amigos del paciente. Fortalecer esta política pública con presupuesto, especialistas y una batería de herramientas precisas no da espera. Tampoco orientar a las entidades de salud, instituciones educativas y en general, a la sociedad sobre cómo hacer frente a las patologías mentales. En este largo túnel, ocuparnos de las necesidades de los demás nos compete a todos. Hablar del deterioro de nuestra salud mental derriba los muros de indiferencia y discriminación que existen frente a la gestión de sentimientos, cada vez más desbordados.