Los ritmos de la intervención contemplada por el Banco de la República para restaurar el Teatro Amira de la Rosa, anunciando su “reapertura a finales de 2026 o principios de 2027”, no se compadecían con el clamor de una ciudadanía ansiosa por reabrir las puertas de su espacio cultural más representativo. Malestar comprensible, en especial entre los gestores culturales que en el mes de julio encajarán 6 años de absoluta orfandad por el cierre preventivo de su escenario natural. Ni hablar de quienes se marcharon durante este infausto tiempo de la pandemia, anhelando verlo otra vez reluciente, lleno de vida, alegría y color, además de repleto en sus cerca de mil butacas, como en sus tiempos de gloria. ¡Cómo olvidarlo!

Resultaba inconcebible, por no decir desconsiderado, que el emisor se tomara tanto tiempo para dar trámite a una serie de pasos, todos necesarios -sin duda-, entre estudios, formas de contratación, socialización del proyecto, puesta en marcha de las obras dentro y fuera del teatro, hasta proceder a su entrega final. De modo que el plazo previsto era de cinco años, dos de los cuales estaban destinados a la “revisión y aceptación” del diseño escogido, por el Ministerio de Cultura, teniendo en cuenta que se trata de un recinto patrimonial y bien cultural.

Es motivo de satisfacción que el emisor revise sus términos, anticipándolos para que en julio de este año sea “seleccionada” la firma que realizará los diseños. Seis de las invitadas ya conocen el detalle y alcance del proyecto, lo cual es clave para presentar sus propuestas. En este sentido, haciendo cuentas a vuelo de pájaro, se podrían acortar de manera significativa los tiempos, más no los pasos, para avanzar en las subsiguientes fases de la intervención, de la que dependería la reapertura del Amira antes de 2027. ¡Ese debe ser el principal objetivo de todos los participantes en este crucial proceso!

Claramente al Banco de la República le asisten las mejores intenciones para asegurar la adecuada restauración del teatro, que recibió en 1980 en el marco de un comodato con la Sociedad de Mejoras Públicas de Barranquilla para terminar de construirlo y operarlo durante 100 años. Pero prolongar por cinco o más años la ejecución de las fases de su recuperación podría acabar produciendo un efecto contrario al buscado. La paciencia, pero sobre todo las fuerzas empiezan a agotarse, y la credibilidad de un aliado tan reconocido, como es el emisor, se pone en riesgo.

Consciente de la razonable premura demandada por los barranquilleros, la ministra de Cultura, Angélica Mayolo, fue la primera en advertir que estaría dispuesta a dar el visto bueno de los diseños en un plazo reducido. Los dos años presupuestados por el emisor se reducirían, entonces, a 60 días hábiles, una vez llegue a su despacho el proyecto de intervención, todo porque en septiembre del año pasado y, además en tiempo récord, se había aprobado en el ministerio el Plan Especial de Manejo y Protección (PEMP) del teatro. La voluntad existe, tanto que se ha hecho pública, pero conviene tener en cuenta que este Gobierno va de salida. ¿Cuadran los términos? No parece que sea así, con lo cual la decisión final podría atascarse o sufrir un nuevo retraso por la llegada del próximo Ejecutivo.

Si Barranquilla tuviera más lugares como el ausente teatro, el asunto sería menos acuciante. Espacios como las conchas acústicas de los parques, el mismo Malecón, o el auditorio de la Fábrica de Cultura, entre otros, son útiles, pero complementarios. No reemplazan ni compiten con el Amira de la Rosa que se echa en falta a diario. Pese a que sigue siendo bello por fuera, nuevos análisis de su estado —recientemente revelados— confirman su deterioro. En otras palabras, “no cuenta con niveles adecuados de seguridad” ni “cumple con normas de sismorresistencia y de arquitectura sin barreras” para la población con discapacidad. Su intervención, como se diagnosticó hace seis años, es perentoria. Hay que acelerar, no tiene más discusión. Barranquilla merece volver a disfrutar de su majestuoso Amira, cuanto antes.