Atlántico, Bolívar, Córdoba y Sucre aparecen en el vergonzoso listado de los siete departamentos del país donde más se trafican animales silvestres. Un lucrativo comercio ilegal con extendidos tentáculos, incluso más allá de nuestras fronteras, solo comparable con otros negocios criminales como el narcotráfico, la trata de personas o la venta ilícita de armas. Sin el menor pudor, especies de fauna, buena parte de ellas en estado vulnerable o en peligro, se comercializan al mejor postor, lo que pone de manifiesto un flagrante atentado contra la biodiversidad, amparado en algunos casos en ancestrales prácticas socioculturales que están en mora de ser erradicadas.
La Semana Santa, una época propicia para el deleite de paladares amantes de las tradiciones gastronómicas de nuestra región Caribe, se convierte también en un tiempo infame para la supervivencia de hicoteas, iguanas y chigüiros, que suelen ser perseguidos sin piedad en sus propios hábitats, para luego ser consumidos durante encuentros familiares o con amigos por las celebraciones religiosas. Es irracional que año tras año estas especies silvestres se vean sometidas, por la crueldad de traficantes y la insaciable demanda de los comensales, a un recurrente calvario que termina por acabar con la vida de un indeterminado número de ejemplares.
Pese a que el tráfico ilegal de los recursos naturales en Colombia, bien sea especies de fauna o de flora silvestre, está penado con prisión de 60 a 135 meses o multas de hasta 40 mil salarios mínimos mensuales, dependiendo del delito cometido, poco importa a los cazadores reincidentes que insisten en obtener beneficios económicos del indefendible hábito de matar hicoteas por encargo o de abrir el abdomen de las iguanas para sacarle sus huevos, dejándolas desangrarse hasta morir. Sus acciones no solo alteran el equilibrio de los ecosistemas, también ponen en riesgo la salud de quienes consumen estos animales o sus subproductos sin saber que son portadores de enfermedades bacterianas como la salmonelosis asociada a los reptiles que pueden transmitir a los humanos.
Quienes se dedican a este comercio ilícito, como pudo comprobar un equipo periodístico de EL HERALDO en el Mercado de Granos, ubicado en el Centro de Barranquilla, se dan sus mañas para evadir los controles de la Policía. Conocedores del alcance de su delito, encaletan en sacos y neveras artesanales la carne de hicotea que ofrecen por debajo de cuerda a los demandantes del cuerpo del delito, ¡literal! $40 mil pesos cuesta la hicotea más barata, mientras que la penca o pita de 35 huevos de iguana la venden a $20 mil. Delante de las autoridades ambientales, consuman su ilícito, quedándose tan campantes.
Al día siguiente, habrá más para dar y convidar. Cómo no, si justo esta temporada de la Semana Mayor, como todos los años, coincide con la época reproductiva de la hicotea. Estulticia en su máxima expresión.
Cuesta creer que tantas personas inconscientes disfruten, como si nada, de un crimen contra la naturaleza de dimensiones desastrosas que cobra especial importancia en estos días. Es como si hicieran propio el sentido del refrán: el que peca y reza, empata. Pues no es cierto. La connivencia con estas actividades ilegales, por moda o gusto, convierte a los consumidores finales en un eslabón clave de la cadena de este mercado ilícito. No es un asunto menor. La sociedad no puede seguir actuando de forma tan irresponsable con la naturaleza, negándose a mantener una relación sana con ella, en la que prime el respeto.
Se trata de aplicar el sentido común para asegurar la supervivencia del planeta, y por ende, de todos quienes lo habitamos.
Ninguna normatividad ni sanción serán efectivas si no se ponen en marcha procesos de educación ambiental orientados a proteger nuestros recursos biológicos. Su tráfico, comercio o explotación requiere además de mano dura contra los responsables, poner a su alcance opciones productivas sostenibles distintas. Todo esfuerzo resulta poco para intentar detener la destrucción acelerada de las especies amenazadas de la naturaleza. Sin ellas no habrá futuro. Necesitamos mucha más solidaridad con nuestra “casa común”, la única que tenemos.