La lamentable muerte del hincha del Unión Magdalena, Brandon Gustavo Somoza Gutiérrez, en el clásico que el ‘Ciclón Bananero’ disputó contra el Junior, el pasado sábado en el estadio Sierra Nevada de Santa Marta, nos reitera –una vez más– la urgencia de actuar con celeridad y contundencia para erradicar la violencia que devora al fútbol. Está claro que las acciones adoptadas por las entidades encargadas de enfrentar esta barbarie no han sido adecuadas ni eficaces para parar las agresiones que cada cierto tiempo, con mayor o menor gravedad, ocurren dentro y fuera de los estadios. Decir lo contrario es hipocresía. Tampoco basta indignarse, aunque por la gravedad de los hechos sería insensato no hacerlo.
Lo que se requiere es trabajar de manera mucho más decidida para identificar y apartar a los desadaptados, vándalos y radicales que se refugian en el fútbol para atropellar a los demás, cometiendo todo tipo de tropelías en defensa de los colores de una afición. En muchas ocasiones, autoridades, directivas de la División Mayor del Fútbol Colombiano y de los mismos clubes han sido demasiado tolerantes o permisivos con los excesos de quienes hace tiempo decidieron, por voluntad propia, dejar de ser respetuosos hinchas para convertirse en individuos agresivos y salvajes, capaces de amenazar, golpear o apuñalar a todo aquel que porta una camiseta distinta a la suya. Valga preguntarse, ¿con qué objetivo los aficionados ingresaron armas cortopunzantes al estadio, y aún peor, por qué no les fueron detectadas en las entradas? Suma de despropósitos que quedaron en evidencia cuando se desataron los disturbios.
Catalogar a estas personas como aficionados fieles o devotos, encubrir sus fechorías o disculparlas envía un mensaje nefasto a niños y jóvenes que encuentran en el barrismo una forma de cohesión identitaria. Bajo ninguna circunstancia, y el fútbol no es la excepción, la violencia puede ser avalada como una estrategia social de éxito. Los líderes de las barras deben entenderlo así. Es injusto que su lucha por construir espacios de convivencia y una cultura de paz, para derribar la estigmatización que los ha acompañado históricamente, se vea empañada por los actos aislados de unos cuantos, quizás los mismos de siempre, que causan enormes daños. Frente a ellos no cabe la más mínima connivencia ni complicidad.
El fútbol tiene que cerrarles las puertas a estos individuos. De lo contrario, sus estallidos violentos terminarán por alejar del fútbol al resto de la sociedad, en especial a niños, mujeres, familias enteras o adultos mayores, que encuentran en este espectáculo un símbolo de unidad, coexistencia armónica y sobre todo, de incalculable alegría, en el que valores tan nobles como la amistad, el respeto por el adversario y el espíritu deportivo son esenciales. Si no se acometen esfuerzos para fomentar estos conceptos en las barras, hinchas y, en general, en todos los ciudadanos, no habrá dispositivo de seguridad ni fuerza pública suficiente que logren atajar la brutalidad en los estadios o en sus alrededores.
Lo del Sierra Nevada no se puede repetir. Ninguna muerte violenta alrededor del fútbol, como la de Brandon Gustavo, está justificada. No es cuestión ahora de repartir culpas ni responsabilidades entre las hinchadas. Aunque, eso sí, los autores de este asesinato y de los desmanes deben asumir la gravedad de sus acciones. Es lo que corresponde en un Estado de derecho. También las sanciones de las instancias encargadas deben llegar sin dilaciones, ojalá de carácter terminante, sobre todo porque son hechos recurrentes en esta plaza. Que nadie se equivoque frente a lo que se tiene que hacer.
El respeto, la tolerancia y la igualdad son puntales de una transformación social que muchas barras empezaron a recorrer desde hace años y que requiere respaldo institucional para seguir avanzando. Su labor en pactos de convivencia, proyectos musicales o escuelas de fútbol merece trascender. Ese es el camino, no el de la violencia. Ahora bien, sus líderes, como en el caso de las directivas del fútbol, de los clubes y los mismos jugadores, deben ofrecer señales mucho más claras, y si cabe ejemplarizantes, sobre la eliminación, así suene utópico, de toda forma de violencia, al margen de su intensidad y expresión, que lesione el fútbol. No hacerlo o ni siquiera intentarlo, solo desacreditará aún más a quienes tienen la responsabilidad de ocuparse de ello. Así que manos a la obra, queda mucho trabajo por delante. Es inaceptable consentir que los violentos nos expulsen de los estadios.