Dos meses completó la invasión militar rusa en Ucrania, una nación devastada que continúa desangrándose ante los ojos del mundo. ¿Por qué no seguimos hablando de esta catástrofe humanitaria con el extraordinario despliegue que semejante sucesión de atrocidades demanda? Está claro que el horror de la guerra impuesto en este martirizado país terminó por convertirse en paisaje, uno bastante trágico por cierto, en el que día tras día parece extenderse la aciaga sensación de que será realmente difícil encontrar los caminos para salir del empantanamiento en el que se ha caído por cuenta del irrefrenable autócrata Vladimir Putin.

Su ofensiva no conoce límites. Tampoco su idea absurda de reconstruir el imperio ruso. La estela de muerte y desolación que ha quedado al descubierto, luego de la salida de las tropas invasoras de los territorios asediados, es cada vez más larga. A diario, investigadores de tribunales internacionales documentan homicidios dolosos, casos de torturas, actos crueles, hechos de destrucción y toma de rehenes en distintas ciudades. Ocurrió en la espantosa masacre de Bucha, un crimen de guerra en el que se violaron todos los derechos humanos de los centenares de civiles asesinados y enterrados en fosas comunes. También, en la localidad portuaria de Mariúpol, enclave estratégico para los intereses del Kremlin, donde más de 20 mil civiles habrían muerto y 100 mil se encontrarían atrapados en el fuego cruzado, víctimas de un brutal cerco que finalmente ha provocado la caída de la ciudad símbolo de la resistencia ucraniana.

La guerra sin reglas, porque los conflictos también las tienen –aunque cueste creerlo–, es lo que se está viviendo en Ucrania, donde no se detiene el éxodo de sus ciudadanos. Más de 5,2 millones ya han cruzado las fronteras en los últimos dos meses y casi 8 millones se tuvieron que desplazar dentro del territorio para salvar sus vidas. Aunque a esta altura de la ofensiva, reconfigurada en el este o en el sur, de acuerdo con el ánimo de Putin, no es aventurado señalar que ningún lugar se puede considerar seguro. Indudablemente, el costo humanitario del conflicto continúa resultando impagable para los ucranianos, en especial para los niños, muchos de los cuales permanecen escondidos en insufribles búnkeres subterráneos a la espera de salir indemnes de una cruel e inhumana agresión armada que están lejos de entender. Injusto a más no poder, pero desgarradoramente real. La comunidad internacional no debería consentirse dejarlos solos.

Desde antes de la caída de la primera bomba sobre Ucrania, los amenazantes discursos de los actores de la guerra han librado su propia batalla en los escenarios de la desinformación y el miedo. Con cinismo o descaro, da igual para los efectos de su disparatada retórica, el ministro de exteriores ruso, Serguéi Lavrov, asegura que Moscú continuará las negociaciones de paz con Kiev, pese a que el Gobierno de Zelenski solo “aparente” dialogar. Y como si no midiera la gravedad de sus palabras, advierte del peligro “real” de una Tercera Guerra Mundial en ciernes. ¡Cómo no sentir miedo!

En el día 63 de las hostilidades, mientras concentra tropas en el Donbás y bombardea ciudades, ¿alguien estima que Putin tiene voluntad de parar esta barbarie que ya se ha cobrado –oficialmente– la vida de casi 4 mil civiles ucranianos y 13 mil militares rusos? Pese a todo, insistir en restaurar la sensatez es lo que corresponde a la diplomacia. Con ese objetivo acudió a Moscú el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, a quien su interlocutor –el propio Putin– sentó en su larguísima mesa dorada y blanca, todo un ícono del Kremlin, a 6 metros de distancia como a otros líderes internacionales, para reiterarle que persistirá en su intento de negociar con Ucrania. Sin duda, un expresivo símbolo de las discrepancias que separan a Rusia del resto del mundo en esta guerra insensata, a la que llama “operación militar especial”, en vez de lo que es: ¡una invasión! Guterres clamó por un cese el fuego. Si algo de humanidad le queda a Putin debería ordenarlo cuanto antes y darle, de verdad, una oportunidad al diálogo. Esta sinrazón debe terminar.