En Colombia, los ataques armados o acciones violentas contra niñas, niños y adolescentes, como el que puso en máximo riesgo a centenares de menores en El Tarra, Norte de Santander, mientras conmemoraban el Día del Niño – difícil encontrarse con un mayor contrasentido– se han convertido en mero paisaje. Titular de un día, sin más. Es de lamentar cómo nuestra sociedad, inmersa en sus irresolubles conflictos de adultos, vulnera, sin el menor pudor, los derechos fundamentales de esta población –el 30 % del total nacional– que están consignados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en tratados y convenciones internacionales. Letra muerta. Duele reconocer cómo sus garantías de protección, educación, salud, vivienda o nutrición adecuada, solo por mencionar algunas, siguen siendo una deuda del Estado y del Gobierno de turno, pero también de sus propias familias.

Tanto a nivel físico como emocional, los menores desarrollan su potencial durante los primeros años, una etapa crucial que define la existencia de los futuros adultos en los que se transformarán. Sin una infancia sana en la que se salvaguarde el goce efectivo de sus derechos, esta población –considerada la más indefensa y vulnerable del conjunto de la sociedad– corre el riesgo de ver comprometido su porvenir. Frente a todo abuso sexual, maltrato físico, violencia sicológica, explotación laboral o cualquier otra lacra que destroce la vida de los más pequeños no cabe ni el tabú ni el silencio. El bienestar de los menores de edad en sus diversos ámbitos es el indicador más relevante para determinar el progreso de una comunidad. En nuestro caso, reprobamos irremediablemente.

Más allá de debates políticos y académicos en los que, cada cierto tiempo, se identifican y analizan a fondo cuáles son los peores flagelos que imposibilitan a millones de menores de edad alcanzar una vida digna en Colombia, la realidad demuestra que cuesta mucho pasar de las palabras a los hechos. Niños, niñas y adolescentes, en especial de territorios rurales o barrios empobrecidos de las grandes ciudades, afrontan a diario penosas situaciones asociadas a la pobreza e inequidad, a distintos tipos de violencia, a las deficiencias de los sistemas educativos y de salud, e incluso a los efectos del cambio climático. Pese a la buena voluntad de actores, tanto del sector público como privado, para resolver las descomunales injusticias que asfixian su presente y lastran su futuro, apenas se logran pequeñas victorias que se quedan cortas ante tanta precariedad.

El devastador impacto de la pandemia, que aún no superamos del todo, ocasionó el retroceso de al menos una década en las condiciones de la niñez colombiana. Revisando las estadísticas oficiales, en los dos últimos años, se dispararon las denuncias y hechos de violencia intrafamiliar, abusos sexuales y embarazos en adolescentes; crecieron la inseguridad alimentaria y desnutrición crónica de los menores, la incidencia de alteraciones mentales y el número de suicidios infantiles; se agudizaron las brechas en cobertura y calidad educativa; y como si fuera poco, aumentó el reclutamiento y desplazamiento forzado de niños. Indudablemente, la emergencia sanitaria empeoró las condiciones de una infancia ya en riesgo en el país.

Vale preguntarse si 2022, año electoral que muchos sectores políticos en contienda proclaman como el del cambio, ¿será también en el que se comenzará a romper la inercia de marginalidad y penuria en la que viven los menores más necesitados de Colombia? Niñez Ya, la alianza de más de 100 organizaciones y redes de la sociedad civil, como cada cuatro años, convocó a los candidatos presidenciales a incluir en sus propuestas de campaña “acciones concretas”, aseguradas con presupuestos, que garanticen el cumplimiento de los derechos de esta población, sujeto de especial protección.

A la clase política, protagonista de las cruciales elecciones de este año, no le puede quedar grande asumir compromisos reales que permitan superar la emergencia social que asuela a buena parte de la infancia colombiana. No puede volver a pasar que nuestros niños y niñas más pobres apenas cobren relevancia en las agendas políticas cuando una tragedia los hace visibles.