Como estaba previsto, tras la remisión de la fase más crítica de la pandemia, un millón 400 mil personas, entre ellas 99 mil de Barranquilla y Soledad, salieron de la pobreza monetaria en 2021. Además, 107 mil lo hicieron de la pobreza extrema, que disminuyó 5,6 puntos porcentuales pasando de 12,7 % a 7,1 % en estos dos territorios. En principio no son malos datos porque, de acuerdo con el DANE, se trata de ciudadanos que en muchos casos lograron estabilizar su situación económica durante el último año y por tanto aliviar sus estrecheces materiales y las de su núcleo familiar.

Pero, indudablemente, la magnitud de este problema estructural extendido en todo el territorio nacional, y expresado con mayor fuerza en la ruralidad, sigue siendo descomunal, a juzgar por el drama humano que afrontan decenas de miles de hogares, sobre todo en ciudades como Quibdó, Riohacha, Santa Marta y Valledupar. A todos nos debería alarmar que entre las cinco capitales más empobrecidas del país aparezcan tres de la Costa. De hecho, en el reporte de pobreza multidimensional, esta región es la que enfrenta más carencias en términos de formalidad laboral, salud, educación, condiciones de vida digna y servicios públicos. Solo en el Atlántico, y es el de menor incidencia, la tasa es de 15,5 %, 1,4 puntos porcentuales más que en 2020. El reto es evidente. Se deben buscar muchas más oportunidades para impulsar el desarrollo socioeconómico de los habitantes de los municipios.

En el conjunto nacional, la pobreza monetaria pasó de 42,5 % en 2020 al 39,3 % en 2021, una caída de 3,2 puntos porcentuales. En el caso de la extrema, la disminución fue de 2,9 puntos porcentuales, lo que significa que 1,3 millones de personas salieron de esta condición. Está claro que buena parte de ellas encontró la forma de obtener ingresos para amortiguar las pérdidas resultantes de la crisis, además muchas mujeres volvieron a trabajar luego del regreso de la presencialidad escolar, y otras familias se sostuvieron con las transferencias sociales otorgadas por el Gobierno que atenuaron, en alguna medida, sus ingentes necesidades.

Pese a las mejoras en el nivel de vida de quienes lograron dar un paso hacia adelante en el segundo año de la pandemia jalonados por la recuperación de la economía, motivada principalmente por la reactivación del mercado laboral –un hecho que debe valorarse como positivo– las brechas a superar aún son considerables. Por un lado, 19,6 millones de personas seguían siendo consideradas pobres en 2021 y otras 6,1 millones se encontraban en situación de pobreza extrema. Datos aún bastante lejos de los niveles prepandemia (2019), cuando la pobreza era de 35,7 % y la extrema, de 9,6 %. Y por otro, repunta el pesimismo de las personas jefes de hogar frente a su situación económica actual: un 43,9 % estima que hoy está peor que hace 12 meses, 37,7 % considera que no ha cambiado para nada y 41,4 % anticipa que seguirá invariable durante el próximo año, según el Pulso Social de marzo.

El elevado precio de los alimentos, cuál espada de Damocles, agobia a la mayoría de los ciudadanos, al punto que 6 de cada 10 consultados asegura que no tiene con qué comprar ropa, zapatos o comida. Menos cómo adquirir electrodomésticos o ahorrar. Costará mucho recuperar el progreso borrado por la tormenta económica derivada de la irrupción de la pandemia. Pero al menos, siendo coherente con el difícil momento de los hogares más pobres por la aún incontrolable inflación, el Ejecutivo elevó el pago de Ingreso Solidario a $400 mil bimestral, para 4 millones de personas. Medida necesaria para intentar mitigar la precariedad socioeconómica que también continúa apretando a los habitantes más frágiles de Barranquilla y Soledad, donde, si bien es cierto que se redujo en 5,5 puntos porcentuales la pobreza monetaria, se requiere bajar otros 10 puntos para volver al escenario de 2019, cuando se ubicaba en 25 %. Queda mucho trabajo.

Combatir la pobreza y el hambre, consecuencia directa de las carencias económicas, exige una receta integral rápida y acertada de medidas de asistencia social para garantizar seguridad alimentaria, además de generación de ingresos para quienes tienen cada vez menos –sobre todo jóvenes, mujeres cabeza de hogar y población con menor cualificación–, formación para el trabajo, empleabilidad e inclusión productiva de migrantes. También es cohesión social, integración y sentido de pertenencia, otra fórmula virtuosa para conjurar posibles estallidos sociales como efecto de la desigualdad. Toca meter el acelerador para ofrecer condiciones de un mejor futuro para todos, ahora que la pandemia empieza a quedar atrás.