Pieza a pieza, y se han recabado más de cien, las autoridades colombianas intentan armar el complejo rompecabezas en el que se ha convertido, con razones de sobra, el asesinato del fiscal antimafia paraguayo Marcelo Pecci, baleado mientras disfrutaba de su luna de miel en la isla de Barú con su esposa, la periodista Claudia Aguilera, quien le había anunciado horas antes que iban a ser papás. Más allá del drama familiar desatado por este miserable crimen, a todas luces una infamia minuciosamente planeada que tomó desprevenida por completo a la pareja en su idílico viaje al paraíso caribeño, el conjunto de instituciones que representan la legalidad, tanto en Colombia como en Paraguay, debe esforzarse al máximo para esclarecer cuanto antes este atroz asesinato que envía un desafiante además de siniestro mensaje a quienes imparten justicia contra las fortalecidas estructuras delincuenciales de carácter internacional, tal y como lo hacía el agente del Ministerio Público guaraní con sus investigaciones.
Por lo que se ha conocido hasta ahora, todas las hipótesis alrededor del homicidio de Pecci apuntan al crimen organizado transnacional, cuyos máximos exponentes en esta nación habrían puesto un elevado precio por su cabeza. El fiscal especializado era parte de una red global de altos funcionarios de justicia enfocada en la lucha contra el narcotráfico, el contrabando, el lavado de activos y el terrorismo radical. Su muerte, repudiada con vehemencia por distintos gobiernos, entre ellos el de Estados Unidos que la calificó como “una tragedia”, según dijo el embajador norteamericano Philip Goldberg a EL HERALDO, constituye un hecho de extrema gravedad que ha causado una conmoción nunca antes vista en Paraguay.
En este país de 7,5 millones de personas –tres veces la población del Atlántico–, donde no son usuales situaciones de esta naturaleza, se teme una escalada violenta ordenada por mafias poderosas que, como denuncian los medios de comunicación guaraníes, han venido expandiendo poco a poco su presencia en el territorio a partir de complicidades u omisiones de los organismos encargados de combatirlas, de la clase política y hasta del mismo poder judicial. El resultado de estas connivencias, soportadas en el abundante dinero corrupto del crimen, lo conocemos bien en Colombia, donde las padecemos a diario y desde hace mucho tiempo. Nada distinto a una vergonzosa impunidad que desencadena tormentosas crisis de desconfianza institucional y de desesperanza. Por eso hoy en Paraguay se habla de una “debacle”, como lo consigna el diario ABC en su editorial “Asesinato sin precedentes en la región”.
Encontrar a los responsables, tanto materiales como intelectuales en Colombia, Paraguay o donde se precise, debe ser un imperativo categórico de sus policías y fiscalías que, ha trascendido, realizan acciones conjuntas en ambos países para dar forma a una única investigación en la que no se descarta la participación de bandas locales como el Clan del Golfo. Es necesario que, con pruebas contrastadas para evitar cualquier revés, los autores sean llevados ante la justicia, teniendo en cuenta, claro está, las dificultades que ello pudiera originar. En un momento tan crítico se requiere transmitir a la ciudadanía, y en especial a las mafias internacionales, señales inequívocas de firmeza, cooperación y unidad frente a sus inaceptables crímenes para que pierdan el pulso en el macabro accionar con el que pretenden arrodillar a los Estados.
Pecci era reconocido por sus superiores, compañeros y compatriotas como “un hombre íntegro, luchador y un fiscal a carta cabal” comprometido con el desmantelamiento de redes criminales, que acosadas por su persecución habrían tomado la fatal decisión de quitarlo de en medio. Hacer daño no puede resultarles gratuito a estas estructuras ilegales, aunque esta sea su única razón de existir. Pese a ser un impacto tan devastador, Paraguay no debe flaquear en su decidida lucha contra las organizaciones del crimen transnacional que lo acechan, mientras que Colombia está en la obligación de dar un duro golpe sobre la mesa para que la delincuencia internacional no encuentre impunidad o refugio en nuestras fronteras, aunque hechos tan desafortunados como este así parecieran señalarlo.