En Ucrania, luego de 100 días de invasión rusa, los problemas se acumulan por montones. El peor conflicto que ha asolado a Europa en décadas, poniendo a prueba la unidad de sus socios y la de sus aliados de la OTAN, continúa provocando un demoledor impacto dentro y fuera de sus fronteras. La inmoral ofensiva del autócrata Vladimir Putin, vulneratoria además de los principios básicos del derecho internacional, sigue desatando una creciente e incontenible catástrofe humanitaria que suma ya miles de civiles muertos, millones de desplazados internos y de refugiados, al igual que ciudades enteras reducidas a escombros, infraestructuras básicas destruidas o medios de subsistencia arrasados. Aterradores crímenes de guerra que no pueden quedar en el olvido ni mucho menos en la impunidad. Sus responsables deberán rendir cuentas.

Quienes en un acto de valiente supervivencia decidieron dejarlo todo atrás, difícilmente están siendo capaces de superar el horror de semejante conflicto tan absurdo que en el momento menos esperado tocó sus vidas, destrozándolas por completo y sumiéndolos en el más espantoso de los infiernos. Solo en el caso de los menores de edad, uno de los grupos poblacionales que más ha sufrido el impacto traumático de las hostilidades, se calcula que cerca de 250 murieron durante los últimos 100 días y 5,5 millones abandonaron sus hogares, exponiéndose a situaciones de abuso, explotación sexual y tráfico de personas, como consecuencia de las separaciones familiares. Sin un alto el fuego ni una paz negociada, algo que en la actualidad ni siquiera se intenta cuando menos explorar, la infancia de las víctimas más pequeñas quedará signada por las atrocidades de una confrontación que, para colmo de males, está empantanada.

Inesperado escenario que ninguno de los estrategas o asesores rusos siquiera imaginó cuando Putin anunció, como si se tratara de un asunto sin importancia, el inicio de una “operación especial” para “desmilitarizar” y “desnazificar” a la antigua nación soviética en un lapso reducido. Mentiras descomunales que le han salido caras al agresor por distintas razones, pero sobre todo por la valerosa resistencia ucraniana respaldada por la ayuda militar de Occidente y liderada, sin duda, por el combativo presidente Volodimir Zelenski. A esta altura de la invasión, ningún país, por más vínculos históricos, comerciales o ideológicos con Moscú, debería tolerarse permanecer a su lado, tratando en vano de validar una serie de argumentos injustificables ni defendibles.

Tras la fracasada ofensiva relámpago contra Kiev y el asedio de la martirizada ciudad de Mariúpol y la acería de Azovstal, finalmente ocupadas luego de largos periodos de ataques indiscriminados, la realidad sobre el terreno redefinió los términos de la campaña militar rusa, a tal punto que los plazos han dejado de ser relevantes. Lo cual lo hace todo mucho más difícil debido a la progresiva profundización de las crisis energética, financiera y alimentaria, en particular entre las naciones europeas dependientes del gas ruso y de las economías vulnerables como la africana, que empieza a padecer hambre por la parálisis de la producción de cereales en Rusia y Ucrania, sus principales proveedores.

A futuro, las repercusiones de una confrontación tan prolongada se presentan impredecibles. Kiev paga hoy un alto precio por la defensa de su libertad, como también lo hace Moscú por las vidas perdidas de sus combatientes y el choque de su economía por cuenta de las duras sanciones impuestas por Occidente. Una tormenta perfecta en la que no habrá ganadores porque en las guerras nunca los hay. Así que la mejor salida, como se dijo desde el principio, es pactar una solución negociada sin que esto suponga ceder a Rusia la soberanía de Ucrania o de otro territorio. Putin controla ya cerca del 20 % del país, pero no cejará en su empeño de quedarse con todo, aunque esto profundice la crisis de la geopolítica internacional, erosione aún más la economía global y, lo que es peor, desate una atroz hambruna en el Cuerno de África. La comunidad internacional tiene que actuar rápido, habilitando corredores humanitarios a través del Mar Negro, para impedir que la vida de millones de personas vulnerables se vea injustamente amenazada por una guerra, sin final cerca, que podría empeorar su extrema precariedad.