No sorprende lo poco que importa la pésima calidad del aire que respiramos en las grandes capitales, como Bogotá o Barranquilla, convertidas en un infierno en la tierra por cuenta de la contaminación ambiental. El nivel de desinterés de los ciudadanos hacia esta gravísima amenaza para la salud humana, que cada año mata a nueve millones de personas –lo que equivale a uno de cada seis fallecimientos a nivel global– no se compadece con la alarma que provoca, por ejemplo, el aumento de casos de enfermedad respiratoria aguda (ERA), por la temporada de lluvias. Conviene tomar todas las precauciones frente a este brote estacional, pero sobre todo urge tomar conciencia de las acciones que se necesitan para prevenir más muertes prematuras derivadas de la creciente polución.

La contaminación urbana envenena de manera tan sigilosa que las personas no son capaces de identificarla ni de hacer algo por evitarla. Bien sea por desconocimiento o porque subestiman los alcances de este enemigo silencioso, que no bota sangre, causa dolor, ni tampoco mata al instante. Rara vez las personas asocian sus problemas respiratorios y cardiovasculares, las deficiencias cognitivas de los niños o las enfermedades degenerativas, como el alzhéimer, con las imperceptibles, pero absolutamente peligrosas partículas contaminantes que emiten los vehículos alimentados con combustibles fósiles, considerados el mayor factor contaminante en las ciudades. Con un grosor más reducido que el de un cabello humano, este material particulado, indican los expertos, queda suspendido inicialmente en el aire y luego, cuando inhalamos, termina alojado de manera inevitable en los pulmones provocando un progresivo deterioro de la salud, en particular de bebés, personas con comorbilidades y adultos mayores.

Pese a su reducida extensión, Atlántico es uno de los departamentos que emiten una cantidad considerable de gases de efecto invernadero en Colombia. Aparece en el puesto 13 en el Reporte Bienal de Actualización (BUR3) revelado hace poco por el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible en asocio con el Ideam. De las 8 millones de toneladas de dióxido de carbono (CO2) detectadas en 2018 –última medición disponible– más de un millón provienen del sector transporte del que forman parte camiones de servicio pesado, buses y automóviles. Sin duda, el tráfico, consecuencia de la acelerada urbanización, del crecimiento económico y de la concentración urbana en general, nos está llevando por un camino de difícil retorno hacia una emergencia ambiental con enormes efectos en la salud humana. A medida que esta se recrudezca como efecto del hasta ahora imparable calentamiento global, los fallecimientos debido a la contaminación del aire, suelo y agua serán difícilmente irreductibles.

La suma de amenazas que pone en riesgo al planeta y desde luego, a quienes lo habitamos es tan descomunal que las políticas públicas se quedan cortas para encararlas con relativo acierto. Siendo realistas, ni siquiera los países del llamado primer mundo con todos sus recursos económicos y grado de conciencia ambiental han sido efectivos para reducir sus índices de contaminación a los umbrales considerados seguros o tolerables por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Las secuelas de la polución en la salud humana son tan nefastas que la entidad decidió bajarlos para insistir en su extrema gravedad. Una advertencia real que no se puede relativizar.

Sin falta, los Gobiernos, tanto los locales en el caso de Barranquilla y el Atlántico, como el central y los del resto del mundo, son responsables de debatir y adoptar medidas de adaptación y mitigación al cambio climático, como arborizar los territorios y descontaminar los cuerpos de agua, para afrontar esta crisis sistémica. Pero el gran reto pasa porque cada uno de nosotros sea capaz de modificar sus hábitos de consumo, además de los sociales y productivos para reducir el devastador impacto que causamos en el ambiente. Lo del “código rojo” para la humanidad es tan cierto como la mortalidad causada por la contaminación. Ni lo uno ni lo otro es carreta, aunque nos cueste asumirlo con justas dosis de realidad.