El archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, que aún no se repone del devastador paso del huracán Iota en noviembre de 2020, vuelve a estar en la zona de influencia de un sistema conocido como Dos, que podría evolucionar a la categoría de tormenta tropical en las próximas horas. Hasta el momento, el fenómeno ha provocado fuertes lluvias, aumento del oleaje y vientos intensos en buena parte de los departamentos costeros de la región Caribe, donde las autoridades, apelando a la sensatez que exige una situación de tanta incertidumbre como esta, ordenaron medidas preventivas para bañistas, comerciantes, pescadores artesanales o navegantes de embarcaciones pequeñas. Ninguna preocupación es menor cuando se trata de un fenómeno de esta naturaleza que en su tránsito por el Atlántico se prevé que cruce el sur de Nicaragua o el norte de Costa Rica, probablemente convertido ya en un huracán.

Como era de suponerse, las rigurosas medidas de precaución, como toques de queda, restricciones o cierres de playas, causan malestar e incluso afectaciones entre quienes, por ejemplo, viven de las actividades turísticas o de las faenas de pesca en San Andrés, Atlántico, Magdalena o La Guajira. Es comprensible, pero sobre todo estas alertas meteorológicas, que cada cierto tiempo nos sacan de nuestra zona de confort ambiental, confirman que vivimos inmersos en una profunda crisis climática y ecológica en la que los fenómenos extremos se han vuelto más intensos y frecuentes. No podemos seguir moviéndonos en sentido contrario o en dirección opuesta a una serie de sucesos climáticos derivados de un serio problema de alcance global, el calentamiento del planeta, que no es ciencia ficción ni un asunto de futuro, sino una realidad caótica que suele impactar con desmesurada fuerza a las comunidades más pobres.

Habitantes de la subregión de La Mojana padecen desde hace casi un año una inundación extrema, considerada como uno de los más dramáticos efectos de la actual crisis climática. Son miles de personas las que han empeorado su condición socioeconómica o, en otras palabras, agudizado su pobreza histórica, por la pérdida de medios de subsistencia. Es innegable el vínculo que existe entre el riesgo de resultar damnificado por el auge de fenómenos meteorológicos adversos y el incremento de las desigualdades sociales. Si no se abordan con urgencia acciones de mitigación y adaptación en este territorio, al igual que en muchos otros de la Colombia profunda, será ciertamente difícil –casi imposible– evitar que el potencial desarrollo de sus próximas generaciones no termine frustrándose. Es un asunto de justicia climática con quienes son más vulnerables a padecer las ruinosas transformaciones que el planeta sufre en sus constantes vitales por la voracidad insaciable de los seres humanos.

Se equivocan quienes creen que el paso de una tormenta tropical, la erosión costera, las olas de calor o los catastróficos incendios forestales son hechos aislados frente a los que poco o nada se puede hacer. Realmente, son indicadores de alarma de una crisis que no hace otra cosa que empeorar, mientras anticipa el futuro que nos espera si no nos movemos rápido. Hay que asumir nuestra culpa climática, porque de hecho la tenemos, para pasar a acciones ciudadanas, tanto a nivel individual y colectivo, con un decidido liderazgo de gobiernos, la academia y el sector privado, que sean determinantes para frenar este caos. Para alcanzar la paz climática, como la social o la política, también se necesitan acuerdos o consensos, y a esos se deben llegar antes de que las consecuencias sociales de crisis sean absolutamente irreversibles.