Cada cierto tiempo, un nuevo informe, más preocupante que el anterior, advierte sobre los devastadores efectos de la pandemia en el proceso de aprendizaje de niños, niñas y adolescentes. En esta ocasión, el campanazo de alerta lo da un reciente estudio del Banco Mundial, la Unicef y la Unesco, según el cual cuatro de cada cinco estudiantes de sexto grado en América Latina y el Caribe no podrán entender un texto simple, sencillamente porque no adquirieron las competencias para alcanzar un nivel mínimo de comprensión. La estimación, tan clara como alarmante, sitúa detrás de esta tragedia, porque ciertamente lo es, al prolongado cierre de los centros académicos en una región –lastrada por la pobreza y la falta de oportunidades– que afrontaba, desde antes de la emergencia sanitaria, una fortísima crisis en la formación de sus nuevas generaciones. Sin duda, la pandemia lo agravó todo, desencadenando lo más parecido a un tsunami educativo que retrasó los resultados del aprendizaje en más de una década.

El descomunal alcance de estas pérdidas que, en algunos países se valoró en 1,5 años al contabilizar la totalidad de los días que los alumnos no acudieron a clases presenciales por el cierre de sus escuelas o colegios, no solo es una aproximación estadística. También representará, de acuerdo con el estudio, una reducción en los ingresos del 12 %, a lo largo de la vida adulta de los hoy menores, que en su gran mayoría son pobres. En otras palabras, la catástrofe educativa sin precedentes que atravesamos amenaza con profundizar aún más la precariedad económica y social en una de las regiones más desiguales y violentas del mundo. Bien lo señala el economista colombiano Carlos Felipe Jaramillo, vicepresidente del Banco Mundial para América Latina y el Caribe, cuando dice: “Esta crisis podría comprometer el desarrollo futuro de nuestros países” y hacerlo de manera desproporcionada.

No se trata de una exageración. Ni tampoco ninguno de nosotros debería subestimar el hecho de que si un niño, tras dejar la primaria para empezar su formación en el bachillerato, no es capaz de comprender lo que lee porque no desarrolló sus competencias fundamentales críticas, sus posibilidades de concluir sus estudios básicos, acceder a la universidad y conseguir un trabajo formal se verán disminuidas. O lo que es lo mismo, su bienestar en la edad adulta, así como el de su familia, por no hablar del de su nación, corren serio riesgo. ¿Por qué? Porque no se refiere a un único caso, sino a decenas de miles de niños o incluso, millones que estarían impactados por esta crisis de conocimientos esenciales.

Si bien es cierto que las escuelas o colegios ya reabrieron desde hace meses, muchos de sus estudiantes nunca regresaron o quienes sí lo hicieron se encuentran bastante desorientados. Ni los unos ni los otros están aprendiendo. Por tanto, el cataclismo continúa en curso. Es urgente priorizar la recuperación de los aprendizajes perdidos, pero sobre todo transformar nuestro sistema educativo, pues no tiene mucho sentido volver a lo mismo de antes, ignorando o relativizando lo sucedido. Cerrar las actuales brechas demanda una nueva agenda enfocada en tres aspectos clave, en los que existe consenso entre grandes expertos del sector: “priorización de las habilidades básicas en lectura y matemáticas”, dos de las deficiencias más dramáticas, “abordaje de las necesidades psicosociales” de los alumnos, cuya salud mental –como ha quedado demostrado– se ha visto deteriorada, y universalización de la conectividad.

¿Cómo reencauzar a esta generación? Poniendo a la educación en lo más alto de las prioridades pospandemia, tanto a nivel nacional como local. Si se logra, por supuesto con una robusta financiación, se darán pasos certeros para reintegrar a quienes no volvieron a sus colegios, luchar contra la deserción, asegurar el bienestar socioemocional de los estudiantes y formar a los docentes. Más que simples medidas, se requiere una política que también contemple más y mejor infraestructura, un programa de alimentación digno y la ampliación de la jornada única. Es hora de dejar de repetir como si fuera una lección de primera infancia cuáles son los retos de nuestro sistema educativo. De una vez por todas, hay que superar las barreras de acceso, mejorar la calidad y garantizar la permanencia, cueste lo que cueste. Dejar atrás esta descomunal crisis, conocida de sobra por el presidente electo Gustavo Petro, tiene que ser una de sus principales apuestas. No hay mejor política de la vida que invertir en las futuras generaciones, al fin y al cabo como señala el pedagogo estadounidense Henry Giroux: “La crisis de la educación es la crisis de la democracia”.