Nadie debe negar, ni menos desconocer, que el Caribe colombiano ha sido una de las regiones del país más laceradas por las profundas heridas de una guerra fratricida que aún sigue viva. Casi ninguno de sus territorios, tanto urbanos como rurales, se salva de este indescriptible horror que acumula decenas de miles de víctimas de las distintas formas de violencia.
Entre las peores, los asesinatos selectivos, desplazamientos masivos, despojos de tierra, desapariciones forzadas o abusos sexuales, que han sido documentados por la Comisión de la Verdad en su informe final, revelado hace apenas unas semanas, luego de casi cuatro años de trabajo, a lo largo de los que se recogieron más de 30 mil testimonios.
Este es un documento de imprescindible lectura, análisis y comprensión para todos los ciudadanos, en especial para los más críticos del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, resultante del Acuerdo de Paz con las Farc.
Conocerlo, sin prevenciones ni sesgos, es fundamental de cara al futuro. Porque se trata de un insumo clave para construir esa necesaria verdad que nos permitirá, por un lado, esclarecer las causas u orígenes del cruento conflicto armado interno y, por otro, formular recomendaciones sustanciales para sentar las bases de una convivencia pacífica.
Todo con la mira puesta en que atrocidades tan monstruosas, como las reveladas por los exmilitares del batallón La Popa durante su reciente audiencia de reconocimiento, en Valledupar por ‘falsos positivos’, jamás vuelvan a ocurrir.
Con el espíritu de aportar claridad a la sociedad, principalmente a las víctimas, de esos nudos que no permiten acceder a una paz estable y duradera en la Costa, el informe pone el dedo en la llaga en los persistentes factores que han financiado la guerra y alentado prácticas para perpetuar violencias.
El primero de ellos es la ausencia de seguridad. Existen, como es evidente fuerzas u organismos dedicados a garantizarla, pero paradójicamente de lo que más se quejan los habitantes de las zonas devastadas por el conflicto es que no cuentan con las mínimas condiciones para salvaguardar sus vidas y bienes. El segundo, es la corrupción constante en las instituciones, en todos sus niveles, que las han llevado a privilegiar a unos pocos y a desproteger a los más vulnerables. Y el tercero, el narcotráfico que se retroalimenta de los dos anteriores para hacerse más fuerte e invencible.
Son inaceptables complicidades, basadas en intereses políticos y económicos, que han sustentado por décadas a entramados que a través de sistemas clientelares se infiltraron en entidades públicas y privadas, para echar a andar sus macabros planes.
Entre los casos más emblemáticos por su desproporcionada afectación a la comunidad educativa, el de la Universidad del Atlántico. Los hallazgos de la Comisión confirman múltiples hechos victimizantes que convirtieron a la alma mater en un teatro de guerra, desde el que se instigaron “estrategias políticas y militares, mientras se reacomodaban fuerzas”.
Pese a los negacionistas habituales, fue posible demostrar cómo los paramilitares asesinaron, lista en mano, a estudiantes y profesores, en clara connivencia con entidades del Estado, como el DAS. Pero todavía, sigue siendo un reto mayúsculo establecer las responsabilidades políticas pendientes antes de que el círculo de la impunidad termine de cerrarse dejando por fuera a quienes permanecen aún lejos de la justicia.
Desconsuela saber que subregiones como los Montes de María, el sur de Córdoba o la Serranía del Perijá, escenarios de históricas disputas por el poder político y por la posesión de la tierra de los campesinos y grupos étnicos, aún continúan sometidas al accionar violento de grupos armados que han mutado con el paso del tiempo.
Como consecuencia de esta absurda guerra, Cesar, donde se cometieron casi 17 mil crímenes, o Sucre, con cerca de 283 mil desplazados, solo por mencionar dos departamentos, acumulan desmesuradas tragedias individuales y colectivas que representan un desafío moral en un país que no puede seguir de espaldas a las víctimas.
Consolidar la paz no puede ser un anhelo quimérico en la imaginación de unos pocos, ni una paradoja irresoluble de nuestra historia. El fin de toda cultura de la violencia en los territorios del Caribe tiene que ser una suma de diálogos, resistencias y luchas compartidas que se conviertan en pactos o acuerdos institucionales, sociales, políticos y de convivencia que marquen un antes y un después en la defensa de la vida. El informe final de la Comisión de la Verdad es el principio de esa tarea que nos convoca a todos.