Es desolador comprobar cómo el cobarde asesinato de 35 policías este año, 27 a manos del Clan del Golfo, 14 de ellos solo durante el mes de julio –cuatro en municipios de Córdoba y Sucre–, escasamente ha despertado entre los colombianos voces de repudio o sentimientos de solidaridad con sus familias. ¿Será acaso porque sus crímenes se volvieron paisaje para una sociedad anestesiada o adormecida por los devastadores efectos de un inacabable conflicto de seis décadas que, en los centros religiosos de la institución, únicamente se encuentre a sus padres, hermanos, viudas y huérfanos, además de algunos compañeros y amigos cercanos, velando sus despojos mortales o lamentando sus pérdidas? Desgraciadamente asumimos como algo natural lo que es, a todas luces, un atentado contra el derecho fundamental por excelencia de los seres humanos: el de la vida. Sea la de quien sea.
A las familias de los policías, en su gran mayoría personas humildes, la irracional lógica de una guerra brutalmente criminal, como a muchos otros compatriotas, no les dejó opción distinta a despedir, cuando no les tocaba, a sus seres más amados. En este caso depositados en unos féretros cubiertos por la bandera de la patria que juraron defender y por la que fueron masacrados. Se trata, sin duda, de una situación en extremo desafortunada que ninguno de nosotros debería pasar por alto. Tampoco parece razonable la actitud radicalizada de quienes, en redes sociales, se regocijan porque los están matando. Mostrar algo de comprensión o al menos solidaridad con las víctimas de esta barbarie perpetrada a cuentagotas por los sicarios del Clan del Golfo no significa dejar de cuestionar a la Policía, cuando corresponda, por las inaceptables actuaciones de sus miembros. Se trata de mínimos de humanidad que haría bien preguntarse si los hemos perdido por completo o aún existen esperanzas de recuperarlos.
Afrontamos como nación un gigantesco desafío institucional, consecuencia del actual plan pistola: la macabra estrategia de asesinatos selectivos usada desde hace más de una década por el Clan del Golfo –herencia del narcotraficante Pablo Escobar– intensificada en vísperas de la llegada de un nuevo Gobierno, con el que la mayor banda criminal del país no descarta establecer eventuales diálogos. Los términos de ese posible proceso de sometimiento a la justicia aún están por verse. Pero por el momento, queda claro que su repudiable demostración de fuerza, focalizada en los policías, como ocurrió en el paro armado de mayo que sometió a miles de habitantes de Sucre, Córdoba, Bolívar y Magdalena, entre otras regiones, también deja expuestas a las comunidades a unos niveles de violencia desmedidos. Es evidente que los ataques contra las instalaciones de la fuerza pública ponen en riesgo a los civiles, en especial en los territorios con menor presencia del Estado, en los que ejercen un férreo control social.
Ni el Gobierno, tanto el saliente como el entrante, ni tampoco el conjunto de la sociedad pueden seguir siendo impasibles ante la arrogancia criminal de quienes pusieron precio a la cabeza de los policías de Colombia. ¿Cuántos más tendrán que morir antes de que este aterrador plan llegue a su fin? Es momento de que los ciudadanos asumamos una posición coherente en defensa de la vida, siendo cercanos con quienes –como ocurre justo ahora con los uniformados y sus familias– se encuentran aterrorizados por la sentencia de muerte declarada por un puñado de delincuentes. Si la inmensa mayoría de colombianos no cierra filas en torno a sus policías, difícilmente las medidas para dar respuesta a la ofensiva de los ilegales serán efectivas. Actuar unidos es lo que corresponde en una coyuntura como la actual en la que se demandan movilizaciones masivas para recuperar los valores de la democracia que vuelve a poner en jaque el Clan del Golfo. Pero sobre todo, se necesita una voluntad definitiva y compartida para acabar, de una vez por todas, con la violencia que continúa degradando la situación de derechos humanos de todos en el país.