La maraña de cables que se cruzan sobre las aceras o los voluminosos rollos que cuelgan, casi a punto de venirse abajo, de postes en distintos sectores de Barranquilla, lo de menos es la localidad en la que se encuentren, se han convertido en un recurrente dolor de cabeza para sus habitantes y también para sus autoridades. Por años, las innumerables conexiones de cables armadas y luego, abandonadas a su suerte por las empresas prestadoras de servicios públicos de energía, telecomunicaciones y proveedores de redes en general, han deteriorado el paisaje urbano de la ciudad, contaminando o afeando el espacio público de zonas, incluso de enorme valor histórico y arquitectónico como el Centro o el barrio El Prado. El resultado es una insoportable ‘telaraña’ de tendidos y enredos desplegada por diferentes zonas de una Barranquilla que se precia de ser cada vez más moderna y pujante, pero que ve entorpecida su transformación o renovación urbana por esa realidad indeseable, hasta ahora, sin solución.
Conseguir una ciudad con menor contaminación visual es el reto que se ha puesto la Alcaldía, tras la expedición del decreto 0348 de 2022, en el que fijó los términos para organizar el cableado aéreo existente y reglamentar cómo deberán instalarse las futuras redes. Frente a una situación que ha alcanzado niveles críticos en algunas zonas, se necesitaban acciones innovadoras y, principalmente, definiciones precisas para unificar y establecer estándares técnicos que evitaran al máximo falta de claridad o confusiones, de cara a la puesta en marcha de esta imprescindible regulación que se había demorado mucho más de lo razonable. En este punto, y luego de la dura batalla emprendida desde hace largo tiempo, por un ejército de arquitectos, urbanistas y residentes de las zonas más afectadas, lo que cabe esperar, es que esta no sea una oportunidad perdida para Barranquilla.
Este modelo de intervención, en el que los pasos a seguir se encuentran claramente definidos, al igual que el plazo en los que se deben ejecutar, exige un compromiso ineludible de las empresas involucradas. So pena de ser sancionadas, también lo contempla la nueva normatividad, tienen la obligación de identificar las zonas críticas bajo su responsabilidad, mejorar el tendido de las redes y desmontar o desinstalar las que estén en desuso o inactivas. Todos son asuntos relevantes que mejorarán, sin duda, el entorno urbano de diferentes sectores, haciéndolos más amigables, en tanto se dignifica la calidad de vida de sus moradores y reduce los riesgos para su seguridad debido a la eventual caída de elementos que, en ciertos casos, llevan años –literalmente- pendiendo de un hilo. Será cuestión de tiempo, ojalá mucho menos de los 36 meses previstos para el desmonte total de las antiestéticas ‘telarañas’, para que los barrios de la ciudad ofrezcan una imagen mucho más despejada. Que sea un motivo para construir cultura ciudadana.
Hacer realidad una operación de este calado con siete frentes activos en igual número de sectores, como parte del plan piloto, demanda consensos. De un lado, con las empresas de servicios públicos y los cableoperadores, para acordar las acciones conjuntas requeridas por el Distrito. De otro, con la comunidad que no espera nada distinto a ser partícipe de un proceso en el que ha insistido de larga data. Un tercer actor, no por ello menos importante, es el Concejo de Barranquilla, escenario de debates de control político sobre este problema, hoy encaminado hacia su solución. Que sea definitiva, además de verificable durante el tiempo de ejecución, dependerá de que el decreto se convierta en un Acuerdo para que los próximos alcaldes garanticen su continuidad al ser una política pública de ciudad, avanzando, en un término prudente, hacia una eventual fase de soterrización de cables. Otra vez, como en tantos momentos importantes del desarrollo de Barranquilla, se impone una suma concertada de esfuerzos para concretar una transformación urbana que nos inserte, de verdad, en una ciudad que sea atractiva para todos.