La violencia sigue enseñoreándose con los territorios de la Colombia profunda sin que de momento se den las condiciones para detener la escalada terrorista de los grupos armados ilegales. A la brutal ofensiva del Clan del Golfo que deja 15 policías asesinados solo en el mes de julio, atentados contra instalaciones de la fuerza pública y asaltos contra uniformados desarmados en el interior de sus hogares, registrados casi todos en los departamentos de Córdoba, Sucre, Bolívar, Cesar y Antioquia, se debe añadir ahora la amenaza creíble de un paro armado que la banda criminal, de acuerdo con información de inteligencia militar, realizaría en la Costa y en el noroeste del país, coincidiendo con el cambio de Gobierno.

Comunidades de al menos 82 municipios, la gran mayoría en la región Caribe, temen un inminente recrudecimiento de la violencia con consecuencias humanitarias devastadoras, derivado de los ataques que estarían planeando ejecutar los integrantes de la estructura criminal, hoy al mando de ‘Chiquito Malo’, ‘Gonzalito’ y ‘Siopas’, los sucesores del extraditado ‘Otoniel’. No se trata de temores infundados por anuncios incendiarios. Como quedó claramente demostrado durante el paro armado de mayo pasado, el Clan del Golfo cuenta con una alarmante capacidad -sustentada en su repudiable accionar terrorista- para afectar la libre movilidad, el abastecimiento de alimentos, la prestación de servicios de agua y gas, o la atención en salud de los habitantes de zonas sometidas por sus hombres a una presión desmedida.

Increíblemente, son ellos los que regulan aspectos esenciales de la cotidianidad de áreas urbanas y rurales, en las que asesinan, desaparecen, confinan, desplazan, abusan de niñas y mujeres, extorsionan o reclutan menores de edad. Llegando a suplantar las funciones del Estado, ejercen un férreo control de las economías ilícitas, principalmente del narcotráfico y la minería ilegal, para financiar su crecimiento. Bajo la lógica irracional de la violencia, despojan a campesinos, pueblos indígenas y afrodescendientes de sus tierras, no sin antes intimidar a sus líderes o, en el peor de los casos, acabar con ellos para luego, arrasar con sus procesos organizativos y con el tejido social de estas comunidades, dando por descontada la impunidad de sus actos. Este el alcance de un enemigo implacable al que los últimos gobiernos, también el del saliente Iván Duque, intentaron contener con estrategias que estuvieron lejos de ser efectivas, aunque sí es cierto que permitieron obtener algunos objetivos, como la captura de ‘Otoniel’. Pero seamos claros, esta no es la única organización criminal que pone en jaque al Estado.

Más allá de las cifras que desatan controversias desgastantes que suelen pasar por alto lo verdaderamente sustancial de nuestra crisis humanitaria, distintos hechos alrededor de la sistémica violencia documentados por la Oficina en Colombia de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los derechos humanos, el Comité Internacional de la Cruz Roja y la Defensoría del Pueblo guardan coincidencias. Entre ellas, la expansión de los grupos armados ilegales, la agudización de la violencia y el incremento progresivo de los homicidios. Los datos de los primeros siete meses del año son aterradores: 107 líderes sociales y defensores han sido asesinados, además de 28 firmantes del Acuerdo de Paz y se han cometido 56 masacres, con cerca de 200 víctimas, según datos de Indepaz.

Colombia afronta seis conflictos armados de manera simultánea. Uno de ellos es el del Clan del Golfo. Por la gravedad de su actual arremetida, probablemente es el más desafiante. Con urgencia, requiere una respuesta solidaria de la ciudadanía, el refuerzo de medidas de la fuerza pública y acciones estructurales para su sometimiento a la justicia. Con él no es posible una negociación política. De fondo, para conjurar los otros escenarios violentos que causan un inenarrable sufrimiento a las comunidades, siguen siendo asuntos prioritarios acabar con las estructuras criminales que libran guerras focalizadas, insistir en la implementación del Acuerdo de Paz y afianzar el Estado de derecho. Hoy no estamos cerca del fin de la violencia. Millones viven con el miedo de ser las próximas víctimas de un conflicto inacabable. Los cuatro años de Iván Duque empiezan a ser cosa del pasado. Una vez más, los colombianos confían en que su próximo gobernante, en este caso, Gustavo Petro, sí encuentre el rumbo hacia una paz definitiva.