Con el mismo pragmatismo con el que decidió dar un timonazo –tardío en exceso, pero al menos con resultados visibles– al desastroso rumbo de la política económica de Venezuela, luego de 22 años de socialismo que arruinaron al país a tal punto de que 6 millones de sus habitantes lo abandonaron, Nicolás Maduro dio el primer paso para restablecer relaciones con Colombia. La llegada al poder de Gustavo Petro, primer presidente de izquierda en nuestra historia, con quien lo unen inobjetables vínculos ideológicos, allana el necesario entendimiento entre dos naciones que comparten una frontera viva de 2.219 kilómetros, repleta de seres humanos, casi todos extremadamente vulnerables, que han padecido lo indecible por la tozudez de sus dirigentes. La verdad es que, siete años después del cierre de la frontera y de casi cuatro de la ruptura de las relaciones entre pueblos hermanos, parece increíble el manejo que ha tenido un asunto tan trascendente, en el que se despreció por completo el valor de la diplomacia.
¿Por dónde empezar a reconstruir una relación económica, política, migratoria o consular totalmente destruida desde hace años, incluso desde el segundo mandato de Juan Manuel Santos, cuando escalaron las tensiones? El reto de las negociaciones por delante, que sin duda debería orientar el propio presidente Petro, exigirá rigurosidad en los detalles para evitar que nos cuelen una lista de gatos por liebres. Los dos meses que anticipa el jefe de Estado para que la normalización de las relaciones tomen cuerpo se podrían quedar cortos de cara a resolver, por un lado, el voluminoso apartado de asuntos pendientes acumulados desde 2015, en algunos casos. Y por otro, resulta imprescindible definir los nuevos términos de una sana asociación estratégica, basada en el respeto mutuo y la confianza, un gana-gana en el que primen los objetivos e intereses comunes de los ciudadanos y no las cargas emocionales de los gobernantes de turno, que suelen sobreactuarse sin medir las consecuencias de sus palabras y actos.
En su nueva dinámica de liberalización de la economía, ahora dolarizada con apertura a las privatizaciones e importaciones, Venezuela crecería este año dos dígitos. Señales favorables como el fin de la hiperinflación, el aumento –así sea ligero– de la producción petrolera y la superación del brutal desabastecimiento de sus mercados abren al gobierno chavista margen de negociación. Si bien es cierto que la recuperación económica gana terreno, aún no es suficiente para que los ciudadanos recobren poder adquisitivo ni para poner fin a su prolongada crisis. Entre otras razones, por el colapso de la infraestructura del sistema eléctrico y de otros servicios públicos que limitan el crecimiento de la industria. Maduro necesita aliados para acceder a más inversión extranjera o a financiamiento de organismos multilaterales, y en este sentido Colombia podría tener un papel decisivo en clave internacional.
En el cara a cara, los responsables de la interlocución con Caracas tendrán que hilar muy fino en asuntos como la seguridad fronteriza degradada al peor de los terrenos minados por la presencia de grupos armados ilegales, como la guerrilla binacional del Eln o la banda criminal del Tren de Aragua. O en cómo se manejará el intercambio comercial, reducido hoy a mínimos tras alcanzar los 7 mil millones de dólares en su mejor año, teniendo en cuenta las sanciones impuestas por Estados Unidos que les impiden a personas naturales o jurídicas negociar con el Estado chavista. Este es un tema relevante frente al futuro de Monómeros, filial de la estatal Petroquímica de Venezuela (Pequiven), que no debería quedar reducida a ser una moneda de cambio en el nuevo contexto de los dos gobiernos. Su dimensión en la seguridad alimentaria del país y en la economía familiar de miles de personas en el Atlántico tendría que ser considerada, más allá de las disputas políticas entre distintos sectores venezolanos.
Con todo lo que hay en juego, no se trata solo de abrir consulados, nombrar embajadores ni retirar contenedores de puentes, que también debe hacerse. Devolver condiciones de vida dignas a millones de colombianos y venezolanos a ambos lados de la frontera medirá el compromiso de gobiernos llamados a conciliar un acuerdo benéfico de impacto económico, social y humanitario de alcance bilateral que erradique inaceptables formas de ilegalidad o criminalidad que han sometido a los ciudadanos en La Guajira o Norte de Santander, donde hoy se ilusionan con volver a tener una vida normal.