Es un hecho. El Gobierno y el Ejército de Liberación Nacional (Eln) retomarán las negociaciones de paz rotas desde 2019. Lo harán en Cuba y teniendo como punto de partida la agenda definida en el Acuerdo de Diálogos para la Paz de Colombia que ambas partes -en ese momento gobernaba Juan Manuel Santos- dejaron en suspenso tras las fallidas conversaciones de Ecuador en 2017. Llegar hasta aquí ha sido bastante rápido y sencillo. Como candidato y tras su elección, Gustavo Petro expresó en reiteradas ocasiones su voluntad de reanudar el diálogo con esta guerrilla. Convocatorias públicas a las que el Comando Central del Eln, a través de su máximo jefe, ‘Antonio García’, mostró total disposición para recomenzar, eso sí, sobre la base de lo construido, sin dejar de lado “las nuevas realidades y contextos” ni la participación democrática de la sociedad civil, una máxima inamovible del Eln.

Ahora viene lo realmente desafiante: ¿cómo abordar una estrategia de negociación política efectiva, rápida y verificable que ofrezca garantías reales de una paz estable, duradera y sostenible, en la que antes de concretar la deseable terminación del conflicto sea posible alcanzar mínimos consensos para reducir el brutal impacto humanitario –asesinatos, desplazamientos o confinamientos- que la confrontación armada causa hoy en la población civil de distintas zonas del país? Entre ellas, Arauca, Chocó, el Catatumbo, Nariño o el sur de Bolívar, donde sus habitantes llevan décadas sometidos al férreo control territorial y social del Eln, mientras afrontan las devastadoras consecuencias de sus disputas con disidencias de Farc, Clan del Golfo u otras bandas criminales, por el dominio del secuestro, las extorsiones o economías ilícitas como la minería ilegal y el narcotráfico, pese a que los elenos insistan en que no se encuentran vinculados a la comisión de estas prácticas delictivas.

Hablar con franqueza, sin eufemismos, llamando a las cosas por su nombre, le hará bien a un proceso al que le sobrarán detractores, además de exasperantes discusiones sobre las formas en vez de lo verdaderamente importante. Centrarse en cómo parar la guerra debe ser lo fundamental de la negociación que por muchos motivos no puede convertirse en una copia del farragoso diálogo sostenido con las Farc, también en Cuba. Garantizar el cumplimiento de lo acordado, tras la implementación a medias del Acuerdo de Paz, por la incapacidad del Estado de honrar lo pactado, afianzará la confianza entre las partes. Pero, de cara a un país hastiado de irracionales derramamientos de sangre de civiles e integrantes de la fuerza pública se hace imprescindible acordar los términos de un cese el fuego bilateral que contribuya a derribar las resistencias de quienes exigen, con toda razón, priorizar la defensa de la vida por encima de cualquier otra consideración. El horror de la degradación de la guerra así lo reclama.

Abordar las dramáticas realidades de zonas donde el Eln hace presencia, cada una de ellas determinadas por sus propias variables, facilitará que liderazgos sociales, organizaciones feministas o juveniles pongan sobre la mesa, de forma literal, la exigencia de acuerdos humanitarios territoriales. La cambiante dinámica de la ilegalidad que campea en la frontera con Venezuela, donde la guerrilla se fortaleció de manera importante en estos últimos años: un asunto por definir en la mesa a partir del restablecimiento de las relaciones bilaterales. O las condiciones de extrema vulnerabilidad en vastas zonas de Colombia, algunas de ellas otrora enclaves de las Farc, donde es nula la presencia del Estado, demandan una mirada diferencial en el ejercicio de enriquecer la conversación con propuestas regionales puntuales para empezar a cerrar los históricos conflictos sociales que lastran sus posibilidades de desarrollo.

Tanto el Gobierno como el Comando Central de la guerrilla –así como sus frentes que en última instancia deberán ratificar lo acordado- tendrán que esmerarse en escoger a sus equipos negociadores. Requerirán una enorme capacidad o habilidad para encarar las dificultades que surgirán en un proceso en el que el Eln ha reiterado su voluntad de encontrar una solución política, pero sin renunciar –por lo pronto- a ninguna forma de resistencia armada. El renovado compromiso de la Iglesia Católica, la comunidad internacional y las Naciones Unidas en esta nueva etapa serán claves para atemperar eventuales crisis. Desde hace más de 30 años, cinco gobiernos han buscado la paz con el Eln. Todos han fracasado. Por primera vez, la izquierda está en el poder, lo cual cambia radicalmente el escenario porque deja sin piso su principal reivindicación, la de la lucha armada como fórmula para lograr transformaciones sociales. Que no sea una frase de cajón más, sino una certeza absoluta: el tiempo de la violencia política debe quedar atrás.