A pesar de que en Colombia la insaciable violencia nos ha habituado a episodios extremadamente indecentes, el repugnante asesinato a sangre fría de tres jóvenes en Chochó, Sucre, ha removido las entrañas aún más indolentes, dejándolas al borde de las náuseas. Sobreponiéndose al dolor, pero más que nada al miedo por eventuales represalias, las familias de Jesús David Díaz, José Carlos Arévalo y Carlos Alberto Ibáñez, de 18 a 26 años, acribillados el 25 de julio, a pocos pasos de sus propios hogares, denunciaron este aberrante caso de ejecuciones extrajudiciales o falsos positivos. Los hechos, reconstruidos a través de incontrovertibles pruebas: fotos, videos o grabaciones de audio, además de durísimos testimonios –realmente confesiones de los policías testigos de lo sucedido–, centran de forma preliminar el foco de la investigación en una persona en particular: el coronel Benjamín Núñez Jaramillo, el alto oficial que habría accionado el arma homicida. Pero él no es el único. Más de veinte uniformados de Sucre estarían implicados en las torturas, traslados o encubrimientos alrededor del triple crimen.

Ante tantas abrumadoras evidencias, la Fiscalía General que priorizó el caso, confiándolo a un equipo especializado, debe acelerar sus pesquisas. Casi un mes después, aún se esperan las primeras decisiones de la justicia. Cada día que pasa, el malestar, la rabia o la indignación por lo sucedido escalan a un nuevo nivel, que podría llegar a nublar la razón de quienes se sienten lastimados por la excesiva brutalidad exhibida impúdicamente por los victimarios en Chochó y Sincelejo. Evitar el menor resquicio de impunidad se hace imprescindible para ponerle punto final a una infamia descomunal que ha socavado por completo la confianza de esta comunidad sucreña en sus instituciones. No se trata de un suceso más. Garantizar justicia tiene que convertirse en un asunto de honor para el organismo investigador, el Ministerio de Defensa y la misma Policía Nacional. Sus jerarquías de poder están obligadas a reconocer la gravedad de lo ocurrido y a enviar al país un mensaje de cero tolerancia frente al horror de las ejecuciones sumarias.

José Carlos, Jesús David y Carlos Alberto no eran integrantes del Clan del Golfo, como la Policía aseguró el mismo día que fueron asesinados. Tampoco participaron en el repudiable crimen del patrullero Diego Felipe Ruiz, ocurrido horas antes en una tienda de Sampués, a pocos kilómetros de Chochó. Dolorosamente, estos jóvenes terminaron siendo los chivos expiatorios de un clima envenenado por las sentencias de muerte ordenadas por el grupo armado ilegal contra la Policía. Ambas situaciones son execrables, pero es mucho más aborrecible que los integrantes de la fuerza pública, deshonrando sus principios y abusando de su poder, se confabulen para tomar la justicia por mano propia actuando como si fueran una banda criminal. ¿En qué estaban pensando estos servidores públicos cuando, tras detener a los jóvenes, los golpearon, dispararon con total sevicia hasta matarlos y luego, ingresaron a sus casas, esparciendo el temor entre sus seres queridos, mientras buscaban la forma de incriminarlos?

En su libro Salvar el fuego, el escritor mexicano Guillermo Arriaga señala: “La llama de un fósforo dura solo unos segundos, pero es capaz de incendiar un bosque”. Hasta cuándo la Policía de Colombia, una institución que ha pagado un elevadísimo precio por proteger a la ciudadanía, tendrá que seguir afrontando el descrédito moral de tener entre sus filas a bestias humanas capaces de cometer los peores crímenes. El contraste resulta absolutamente insoportable, pero algo tendrá que hacerse para que los miles de uniformados, mujeres y hombres de comprobada integridad, que conforman esta fuerza de seguridad no sean repudiados por el simple hecho de portar su uniforme, como ha pasado en Chochó.

En una nación, donde sin pudor se enloda la memoria de los muertos, las humildes familias de Jesús David, José Carlos y Carlos Alberto, arropados por su gente, un puñado de juristas y el tableteo del senador Álex Flórez, quien visibilizó el caso en el Congreso, reclaman que sus nombres sean saneados. Es su legítimo derecho ante una incomprensible injusticia, así suene redundante, que debería convocarnos a una profunda reflexión sobre el futuro de un país, claramente inviable, en el que policías –porque sí– matan a jóvenes inocentes a los que juraron cuidar. O cambiamos, o nos devorarán las llamas.