La imagen del obispo nicaragüense Rolando Álvarez, arrodillado a las afueras de la curia del municipio de Matagalpa, con las manos arriba y rodeado de miembros de la Policía armados ‘hasta los dientes’ no solo le ha dado la vuelta al mundo, sino que se ha convertido en el más reciente y fehaciente símbolo de la represión del gobierno de Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, en Nicaragua, que busca “crucificar” a los miembros de la Iglesia Católica que cuestionan a la dictadura.

“Esta es una batalla entre el bien y el mal”, proclamó Álvarez en una de las ocasiones en que la Policía irrumpió en sus sermones, en los que controvertía los abusos de poder, la persecución y la violación de derechos humanos, por los que la dictadura ya lo tenía “marcado” y había intentado detenerlo, hasta este viernes que finalmente fue capturado junto a varios sacerdotes, seminaristas y laicos que estaban en el interior de la curia.

El mismo papa Francisco, que había guardado silencio, decidió expresar su preocupación este fin de semana y hacer un llamado al diálogo para “encontrar las bases para una convivencia respetuosa y pacífica”. Pero esto no es suficiente. El enraizamiento en el poder –de lo que en algún momento fue el movimiento sandinista– se ha venido profundizando desde hace décadas, y el cambio que se le prometió al país, y por el que cientos perdieron la libertad y la vida, ha sido en vano, pues Ortega y su familia terminaron haciendo lo propio de una dictadura: adueñarse de todas las instancias del poder para así asegurar su permanencia y total control de los organismos del Estado. En ese camino la Iglesia ha sido blanco de todo tipo de ataques, que vienen incluso de la época de la dictadura de Anastasio Somoza Debayle, cuando los sacerdotes ejercían un papel mediador y denunciaban las violaciones a los derechos humanos que se cometían. Atrás quedaron las épocas en que los poemas de Ernesto Cardenal develaban una lucha por el “Todos nosotros...” “Todos somos iguales”.

Es preciso recordar el período entre diciembre de 1974 y agosto de 1978, en el que Miguel Obando, arzobispo de Managua, ejerció un rol clave para destrabar la crisis que vivía el país, logrando la liberación masiva de prisioneros políticos, guerrilleros, e incluso del mismo Daniel Ortega. Lo que no avistaron los clérigos de ese entonces era que el propio Ortega sería quien años después, enquistado en la presidencia y camuflado bajo la bandera del sandinismo, liderara la persecución en contra de la Iglesia.

Por ello, desde abril de 2018 estalló una “rebelión” en contra del Gobierno, a la que varios miembros de la Iglesia Católica se unieron y que Ortega y Murillo calificaron de “intento de golpe de estado”, por lo que emprendieron un asedio contra sacerdotes y obispos que hicieran parte de este movimiento. El mismo Álvarez integró en mayo del mismo año el equipo de la Conferencia Episcopal que sirvió de testigo y mediador en el primer Diálogo Nacional entre el régimen y la oposición. Sin embargo, no hubo puntos medios con el Gobierno y la represión se recrudeció, dejando un saldo de 355 muertos, según información recopilada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

El pasado 1 de agosto también se ordenó el cierre de siete emisoras católicas de la diócesis de Matagalpa y fuerzas de la Policía asaltaron la capilla Niño Jesús de Praga, en la ciudad de Sébaco, para incautar el equipo de radio que ahí funcionaba. El sacerdote Uriel Vallejos tuvo que buscar refugio en la casa cural, donde permaneció sitiado hasta mediados de esta semana. 13 días después, sacerdotes de los municipios de El Tuma y Rancho Grande fueron hostigados y amenazados para que no llegaran a la ciudad de Matagalpa a participar en celebraciones religiosas. También el pasado 14 de agosto el sacerdote Óscar Danilo Benavidez, de la iglesia Espíritu Santo de Mulukukú, fue detenido por agentes de la policía antimotines. Y las cuentas siguen.

En ese contexto, varios medios locales registran en el país un promedio de 250 agresiones de parte del régimen a miembros de la Iglesia Católica hasta esta semana, entre las que se han visto persecución, ataques armados, asedios, quemas, golpizas a sacerdotes y profanación de templos. Por su parte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) recibió un informe a través del Mecanismo Especial de Seguimiento para Nicaragua (MESENI) en el que se detallan cada una de las afrentas en contra de la Iglesia. Es una situación escabrosa.

El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, exigió que se dé “la liberación de todas las personas detenidas de forma arbitraria”. De igual forma, que Daniel Ortega y Rosario Murillo garanticen la protección de los derechos humanos de todos los ciudadanos, pero en este caso particular “los derechos universales de asamblea pacífica, libertad de asociación, pensamiento, conciencia y religión”.

Nicaragua requiere que no se siga postergando la intervención directa de la comunidad internacional, y que se sumen llamados para frenar la perpetuidad en el poder de una dictadura que completa 15 años y no parece tener fecha de caducidad.