El presidente Gustavo Petro prometió en campaña una reforma de la Policía, en la que el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) sería desmontado. En el ardor político y mediático del momento, su mensaje convincente inclinó la balanza a su favor. Muchos ciudadanos, en especial jóvenes –algunos de ellos, incluso víctimas de los excesos de fuerza cometidos por sus integrantes durante las movilizaciones o protestas de los últimos años, sobre todo las del estallido social de 2021–, respaldaron con sus votos la propuesta del entonces candidato.
Ya como mandatario electo, Petro matizó su posición. Dijo que crearía un cuerpo de “solución de conflictos especializados de manera pacífica”, dentro de la institución, para reemplazar a un grupo que se había convertido, a su juicio, en un elemento que “agudizaba la violencia” en escenarios de conflictividad social, pero no habló de eliminarlo ni acabarlo.
Esta posición, consecuente con su condición de jefe de Estado, pero además orientada a prevenir la ambivalencia que la desaparición del Esmad traería consigo, fue confirmada por su ministro de Defensa, Iván Velásquez. A pesar de ser un férreo crítico de las vulneraciones de derechos humanos perpetradas por miembros del escuadrón, como lo ha expresado en redes sociales, el exmagistrado también es partidario de su transformación. Bajo esta premisa, el director de la Policía, general Henry Sanabria, puso en el debate público una serie de cambios que se implementarían en el cuerpo de reemplazo, rebautizado como Unidad de Diálogo y Acompañamiento a la Manifestación Pública. No es lo único. Su imagen también se modificaría. Los uniformes dejarían de ser de color negro, habría cascos y hasta tanquetas blancas, además de “dispositivos visuales para llamar a la tranquilidad”, en vez de la confrontación en casos extremos.
Pero quizás lo más relevante por la promesa de valor que ofrece frente al accionar, demasiadas veces reprochable, de una fuerza acusada de estar involucrada en crímenes, lesiones, traumas oculares o atropellamientos de civiles, es el enfoque que la nueva unidad daría a la resolución pacífica de conflictos. Si por alguna razón estalla la violencia en una manifestación, un primer grupo intentaría mediar o negociar para apaciguar los ánimos. Si no es posible evitar que los disturbios escalen, intervendría un cuerpo especializado en contener la violencia para preservar la integridad de terceros o los bienes públicos y privados. Pero, vale preguntarse: ¿en medio de una situación de crisis en la que una protesta pacífica mute en irracional vandalismo urbano, quién dará la orden de pasar de un escenario a otro, o de emplear armas, aun siendo las menos letales: autoridad civil o jefe policial? También sería bueno conocer cuál va a ser el límite o hasta cuándo deberán soportar los policías antes de entrar en una confrontación inevitable, más allá de que su actuación –como es lo deseable– sea el último recurso a considerar.
Ante tantas dudas aún por resolver frente a la naturaleza u operatividad del sustituto del Esmad, resulta evidente que el Estado colombiano no puede darse el lujo de quedarse sin una fuerza de control, disuasión o dispersión, capaz de encarar violentos disturbios que pongan en riesgo la seguridad de la población. A toda costa y pese a la presión a la que está siendo sometido, inclusive por sus más leales partidarios, el Gobierno de Petro debe evitar equivocarse en un asunto tan sensible, ahora que tiene la oportunidad de transformar una fuerza que perdió el rumbo en su innegociable obligación de garantizar los derechos y la libertad de los ciudadanos. Pero ni transformaciones cosméticas ni eufemismos. La nueva unidad necesita mecanismos de actuación ajustados a estrictos protocolos de derechos humanos que redefinan su papel o limiten el uso excesivo y desproporcionado de su fuerza, lo cual exige un reentrenamiento de sus integrantes en profundidad.
Renovar la confianza en este cuerpo, como en el resto de la Policía, dependerá en buena medida del carácter civil que el actual Gobierno le imprima a su accionar. Su paso, como se ha previsto, al futuro Ministerio de la Paz, la Seguridad y la Convivencia requerirá una construcción concertada entre distintos sectores, entre ellos los mismos uniformados que esperan mejoras en sus condiciones laborales y, por supuesto, de vida. Imponer un modelo por cumplir una promesa de campaña podría ser contraproducente para la moral de decenas de miles de seres humanos que desempeñan una labor invaluable.