La indignación de la comunidad internacional, proclamada a los cuatro vientos, por el regreso del tenebroso régimen de los talibanes al poder en Afganistán, ahora hace poco más de un año, no sirvió de nada. Palabras al viento que no conjuraron ni uno solo de los horrores que el retorno de los extremistas presagiaba. ¿En serio alguien llegó a creer que el futuro de la nación asiática o el de sus millones de habitantes bajo el dominio arbitrario de unos líderes tan caóticos como incapaces acostumbrados a interpretar a su acomodo la ley islámica –la sharia– para amparar los peores abusos y violaciones de los derechos humanos sería distinto al aterrador yugo que había soportado este país entre 1996 y 2001, cuando gobernaron por primera vez? Ni antes ni ahora la sociedad afgana ha tenido un futuro posible con los talibanes al mando. Todo lo que hoy rodea este territorio atravesado por el hambre y la violencia, con una economía en ruinas, sin acceso a la asistencia de organismos extranjeros y convertido otra vez en santuario de terroristas, como Al Qaeda, se revela como la crónica de un fracaso rotundo.
Al cabo de este primer año, y pese al aislamiento general al que el régimen ha sometido a sus habitantes, la peor parte la han debido afrontar niñas y mujeres. Degradadas a ser ciudadanas de segunda categoría, o a desaparecer sin más de todos los ámbitos sociales, sus derechos han sido vulnerados con hiriente descaro. Quien levanta la voz en su defensa es duramente reprimido. Nadie se atreve a hacerlo, so pena de ser asesinado.
Condenadas a vivir encarceladas en sus propios hogares, las mujeres afganas se encuentran tan desprotegidas que prácticamente no existen de puertas para afuera. Solo a unas cuantas se les permite laborar en centros de salud o escuelas, pero las niñas de 12 años en adelante no pueden seguir estudiando. A esa edad, deben confinarse en casa.
Generaciones enteras están en riesgo de perder su potencial de desarrollo como consecuencia de la irracionalidad de quienes decidieron cerrarles las puertas del conocimiento, con todo lo que ello implica.
De la noche a la mañana, 20 años de avances en la lucha por reivindicar los derechos de niñas y mujeres –tan vilipendiados en el primer gobierno talibán– se fueron al traste. Sus “políticas de desigualdad”, como las califica Naciones Unidas, hacen de este país un caso único en el mundo. Sumergidas en una profunda crisis humanitaria por falta de alimentos y el embate de desastres naturales, las mujeres afganas no logran acceder a servicios básicos para garantizar su salud o bienestar. Es como si una puerta al pasado, al peor de todos, se hubiera abierto para ellas obligándolas a tener nuevamente un código de vestimenta en el que deben cubrir sus rostros cuando aparecen en público o a estar acompañadas de un hombre de su familia si tienen que salir de sus casas. Quienes osen incumplir las restricciones de los talibanes podrían sufrir castigos atroces o incluso una ejecución pública. Desprecio absoluto por la dignidad humana.
Afganistán, un cementerio en el que la gente respira, a juicio de muchos de los activistas de derechos humanos que escaparon en los últimos meses, podría empeorar aún más su dramática situación si los Estados Unidos decide finalmente no liberar los miles de millones de dólares de su banco central que mantiene bloqueados. La milimétrica operación de las fuerzas élite norteamericanas en la que murió Aymán Al Zawahiri, líder de Al Qaeda, en el centro de Kabul, confirma que los talibanes no han roto sus vínculos con el terrorismo. Existe una inocultable complicidad, tras darle refugio o cobijo a uno de los directamente responsables de los atentados del 11-S, que compromete al régimen que negociaba con Washington la entrega de los fondos. Más allá de la debilidad de la estructura yihadista que puso a temblar al mundo hace más de dos décadas con el derribo de las Torres Gemelas, el islamismo radical sigue siendo una amenaza global con una extraordinaria capacidad de contaminación. Por su comprobada cercanía con ellos, los talibanes vuelven a estar bajo sospecha, aunque la verdad siempre ha sido así. Por tanto, razones hay de sobra para exigirle a la comunidad internacional que haga mucho, pero mucho más para presionar, condenar y hacer pagar a los extremistas por sus repugnantes abusos.