No se me ocurre nada más trágico, doloroso y devastador para una familia, al igual que para el conjunto de la sociedad, que el suicidio de un niño o un adolescente. Más allá de la tristeza, abatimiento, indignación, culpa o vergüenza, experimentados por su círculo más cercano, inevitablemente, este no podrá dejar de preguntarse qué ocurrió en la vida de su ser amado, al menos en las semanas o meses previos al fatal desenlace, para que hubiera tomado la decisión. Sobre todo, debido a que el concepto de la muerte, según los especialistas, es aún bastante limitado cuanto menor es la edad de una persona.
Sin embargo, evidencias científicas y experiencias profesionales validan recurrentes señales de alarma o factores de riesgo frente a los que se hace imprescindible intervenir. Muchos de ellos resultaron exacerbados por el impacto de la pandemia que aceleró el deterioro de la salud mental de una población tan vulnerable.
Es probable que el motivo específico que conduzca a un menor de edad o a un joven a acabar con su vida nunca se conozca con absoluta claridad. Pero su comportamiento, en las distintas etapas, desde la llamada ideación suicida, el intento como tal y el hecho en sí, siempre contendrá una verdad oculta o unas claves internas que, desafortunadamente, los demás no logran ser capaces de identificar. Entre otras razones, porque nadie imagina ni tampoco espera que un pequeño desee morir.
Muchas veces, cuando ya es demasiado tarde y no queda margen de actuación, son ellos mismos los que revelan sus móviles. Algunos de los más frecuentes son el aislamiento social, los trastornos mentales no diagnosticados, el acoso o mal desempeño escolar, la influencia de medios digitales, la ruptura de relaciones afectivas, las peleas con amigos, los problemas familiares, económicos o el desempleo, además de la insatisfacción con su imagen.
Todos estos son asuntos relevantes en la vida diaria de niñas, niños y jóvenes. Por tanto, si estos no cuentan con herramientas adecuadas que les permitan manejar sus emociones podrían caer fácilmente en angustia, depresión, ansiedad o desesperación, los peores consejeros a la hora de tomar una determinación irreparable.
En lo corrido del año, 712 niñas, niños y jóvenes, de 13 a 21 años, residentes en los municipios del Atlántico, han tratado de quitarse la vida, principalmente en Soledad. Dos corresponden a reincidentes. Ningún intento fue consumado, pero lejos de ser un signo tranquilizador, cada uno de estos casos confirma la fragilidad de la salud mental de adolescentes, cada vez más expuestos al abuso de alcohol y drogas o a desarrollar conductas violentas que a larga afectarán sus relaciones y procesos formativos.
Hoy en el Día Mundial para la Prevención del Suicidio no solo es nuestra responsabilidad hablar de este tema, considerado tabú o escondido por demasiado tiempo. Grave error. La fallida estrategia de silenciamiento de las enfermedades mentales provocó una injusta estigmatización de quienes las padecen, que cuesta aún dejar atrás. Basta de seguir ocultando o relativizando un drama que, además de ser real, va en aumento. Primordialmente entre niños y jóvenes, siendo su segunda causa de muerte en el mundo.
Si no se visibiliza lo que pasa, los afectados no vencerán sus resistencias a buscar ayuda profesional ni tampoco a la comunidad le será posible abordar un fenómeno multifactorial que necesita muchas más políticas públicas de carácter preventivo, vitales para orientar la labor colaborativa de padres, familias, educadores, asistentes sociales y el talento humano en salud. Frente al suicidio de niños, adolescentes y jóvenes faltan palabras, pero en especial verdades, así nos duelan. Activar una intervención a tiempo puede marcar la diferencia para no convertirnos en una sociedad que entierre a sus más pequeños.