Testigo excepcional de la historia casi durante un siglo, la reina Isabel II –soberana indiscutible de todos los récords– deja un legado difícilmente superable. Pilar de la monarquía británica, y referente de las europeas, permaneció en el trono durante más de 70 años, luego de la muerte de su padre, el rey Jorge VI, en 1952. La pequeña Lilibet, como se le llamaba en sus primeros años, no estaba destinada a reinar, pero el destino quiso otra cosa. Su impresionante longevidad, tanto la de su vida –tenía 96 años en el momento de su deceso– como el de su extenso reinado, le dio la razón al entonces primer ministro británico, Winston Churchill, quien identificó en la heredera “un aire de autoridad y reflexividad asombroso en una niña”. El mismo que conservó pese a todas las tormentas que debió encarar.

Como ninguna otra figura política de nuestros tiempos, porque en su dimensión de jefe de Estado claramente lo era, Isabel II logró adaptarse a los cambiantes, pero sobre todo convulsos momentos de su reinado. Sin perder apenas sus cuotas de popularidad. Haciendo gala de una serenidad y discreción notables, nunca reveló sus posiciones en público; sin embargo, sí supo escuchar las opiniones de los demás, entendiendo con absoluta claridad aquello de que el que reina no gobierna. No fueron pocas las crisis que lidió a lo largo de tantos años. Entre ellas, las posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial, las de la Guerra Fría, la progresiva descolonización del antiguo Imperio Británico, la cruenta disputa bélica por Las Malvinas, el largo y doloroso conflicto en Irlanda del Norte, la caída del Muro de Berlín, las derivadas del Brexit, que significó la salida de Inglaterra tras 40 años en la Unión Europea, y las desatadas por la pandemia de covid-19. En todas supo transmitir confianza, unidad y sentido de pertenencia.

Inmutable, incluso en sus batallas más íntimas, Isabel II sorteó todos los escándalos provocados por su propia familia con la misma entereza, compromiso y sentido del deber con los que estrechó la mano de 15 primeros ministros –la última, la recién instalada Liz Truss–, 14 presidentes de Estados Unidos y 7 papas, además de un interminable listado de líderes mundiales. Siempre aferrada a la inquebrantable tradición monárquica, la soberana fue capaz de capotear los devaneos de su marido, Felipe de Edimburgo, con quien estuvo casada cerca de 75 años hasta su muerte el año pasado. También encajó, sin perder la compostura, los divorcios de tres de sus hijos, los señalamientos de falta de transparencia en las finanzas reales, las recurrentes infidelidades del ahora rey Carlos III con Camila Parker, la gravísima acusación sexual hecha por una menor de edad contra Andrés o la renuncia de su nieto Enrique a la familia real.

Turbulencias que no la hicieron flaquear ni le pasaron una factura impagable a la sólida relación de complicidad que tejió con sus súbditos. Solo su gélida reacción a la muerte de Lady Di erosionó el aprecio de los británicos con su reina, que conocedora de su error inclinó su cabeza, lo nunca antes visto, al paso del féretro de la princesa del pueblo. La única que opacó a Isabel II. Tras una serie de jubileos, el último de ellos en junio pasado, el de Platino, por sus 70 años en el trono, un término que Isabel II se dio el lujo de estrenar, al convertirse en la reina más longeva de la historia británica, esta mujer, menuda de apariencia, pero firme en carácter, aseguró su sitio, y uno de honor, en la historia del siglo XX.

Consciente de que la monarquía había perdido su determinante influencia u otrora talante reverencial, la soberana –considerada también un icono de la cultura popular británica y objeto de infinitas estrategias de merchandising– dedicó hasta el último de sus días a mostrarle al mundo una imagen de la Corona menos distante y anquilosada. No siempre lo logró, pero las millones de personas que hoy la despiden podrán escoger su mejor recuerdo de Isabel II: una reina que tuvo a su lado a Churchill, Mandela, Juan Pablo II, Merkel u Obama. También al actor Daniel Craig, quien encarnó a James Bond, o al osito Paddington, con quien tomó el té. Es el adiós de una reina con la que muere una era. Inconmensurable reto para Carlos III.