Si la sangría en las calles del país por cuenta de los siniestros viales –todos evitables- no se detiene, 8 mil 800 personas habrán muerto al término de 2022. El dato, absolutamente escalofriante, es coherente con el imparable aumento de los fallecimientos registrados durante los primeros seis meses del año, equivalente a un 14 %, comparado con igual periodo de 2021. En cuanto a los lesionados, más de lo mismo: el alza es de 65 %. En Atlántico, el incremento de decesos en el caso de los motociclistas supera este año el 22 %, frente al histórico del año anterior. Otros dos jóvenes, como casi todas las víctimas mortales de esta tragedia a cuentagotas, fallecieron en las últimas horas en vías del departamento. Devastador.
Es innegable que pese a los esfuerzos de las autoridades, de las bienintencionadas campañas pedagógicas e incluso, de las sanciones establecidas para los infractores, los actores viales enfrentamos a diario una lucha que, contrastada con las aterradoras cifras, parece perdida. Y no solo en Colombia. En el mundo, los siniestros de tránsito matan 1,3 millones de personas al año y más de 50 millones quedan gravemente heridas, muchas de ellas con secuelas permanentes. El desprecio por la vida en las carreteras se traduce inevitablemente en situaciones que sobrepasan toda racionalidad. Un ejemplo de ello es la circulación de motos con las luces apagadas en la noche por decisión de sus propios conductores. ¿Por qué lo hacen?
El aumento de la siniestralidad vial, calificada por la ONU como una “epidemia silenciosa y ambulante”, demuestra que no se están haciendo las cosas bien. O no, al menos, como se debería para responder a la multiplicidad de causas que originan la racha de choques vehiculares, atropellos múltiples de ciclistas u otras desgracias que nos sacuden a diario, a tal punto de transformarnos la vida por completo. Y, en este sentido, habló en nombre de mi familia y en el mío propio. Las consecuencias de una ligereza, un descuido o una irresponsabilidad, que se produce en cuestión de segundos, se padecen luego de forma inenarrable hasta el final de los días. La seguridad vial debe replantearse para obtener una reducción significativa –no menor al 50 %- en el hasta ahora incontenible número de víctimas mortales y de heridos de gravedad.
Este problema acuciante exige una discusión profunda, serena y responsable sobre su causalidad y también sus efectos. Entre ellos, el deterioro en las condiciones de vida de las familias de las víctimas tras perder a su principal sostén económico o por el pago de prolongados gastos médicos. Variables de las que nunca se habla ni se incorporan a iniciativas legislativas que, luego de su paso en el Congreso, terminan convertidas en letra muerta. Ni ánimo únicamente sancionador ni recaudatorio. El exceso de velocidad y el consumo de alcohol u otras sustancias no son las únicas razones detrás de los siniestros viales. Tanto la deficiente o nula formación de los conductores que desconocen por completo las normas de tránsito, se resisten a usar casco -en el caso de las motos- y cinturón de seguridad –en el de los vehículos- o manejan de forma temeraria, como la falta de carreteras seguras y bien planificadas que prioricen la señalización e iluminación, también son factores a valorar en el análisis para saber por qué actuamos así en las vías.
Estamos pagando un precio demasiado alto por desplazarnos de un lugar a otro y va siendo hora de que la seguridad vial se coloque en un lugar preferente de nuestras muchas prioridades. Nadie se debería permitir lo contrario. Basta de entregar licencias de conducción a quienes no tienen ni idea de cómo reaccionar a las cada vez más hostiles circunstancias del tránsito. Es casi un suicidio asistido. Ellos mismos, algunos menores, son también víctimas tras recibir un carné para manejar sin estar realmente preparados. Además, en vehículos que son trampas humanas por no ofrecer mínimas garantías de seguridad.
Toda acción para prevenir sufrimientos innecesarios por efecto de estos hechos es indispensable. Este también es un asunto de salud pública. Conseguir una movilidad segura demanda intervenciones comprobadas y efectivas para modificar comportamientos, buenas prácticas, al igual que articulación entre distintos sectores de la sociedad, un marco legal robusto con recursos suficientes, cultura ciudadana y, sobre todo, voluntad política para avanzar en la hoja de ruta señalada. Acciones a medias o insuficientes no nos pueden condenar a seguir asumiendo el impagable costo de relegar de la agenda pública esta urgencia nacional.