El alza de la gasolina no tiene vuelta atrás. Será a partir de octubre. El ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo, le puso fecha al anuncio hecho por el presidente Gustavo Petro, quien el pasado fin de semana confirmó el incremento ante la escalada sin freno del déficit del Fondo de Estabilización de Precios de los Combustibles (FEPC)

Con el deteriorado estado de las finanzas públicas, es insostenible, pero sobre todo irresponsable, insistir por más tiempo en un subsidio que, aunque fue útil durante la etapa más crítica de la pandemia y en la posterior reactivación económica, hoy le está abriendo un hueco a la nación de más de dos puntos de su Producto Interno Bruto (PIB). O en términos contables, le representaría un escandaloso déficit de $35 billones o más al cierre de 2022, con lo que mantener los precios bajos del combustible, así sea absolutamente impopular, solo será pan para hoy y hambre para mañana.

Ahora, la cuestión pasa por determinar cómo se cerrarán los diferenciales de compensación entre el valor que se paga actualmente por el galón de gasolina corriente, que es de unos $9 mil promedio, con el que se debería estar cancelando –de no existir el fondo– que se estima sería unos $16 mil a $18 mil, por ese mismo galón.

Ocampo, con su acostumbrado pragmatismo, anticipa un aumento moderado en principio y, a partir de 2023, el precio subirá gradualmente hasta que se elimine por completo el subsidio. Solo, a manera de ejemplo, la ruta de incrementos propuesta por el Gobierno anterior en el Marco Fiscal de Mediano Plazo contemplaba alzas progresivas y secuenciales con valores que oscilaban entre los $200 y $400 mensuales.

Valga precisar que aún no sé conoce cuál será la fórmula de la que echarán mano los ministerios de Hacienda y Minas para ejecutar la medida. Pero lo único cierto es que habrá que abrocharse los cinturones hasta el último agujero para encajar el impacto económico que se viene pierna arriba por cuenta del desmonte del dichoso fondo. Necesario, sin duda, pero irremediablemente doloroso porque provocará, en el corto y mediano plazo, un impacto económico mucho más negativo en los bolsillos de las familias, rotos desde hace meses por presiones inflacionarias incontenibles.

Aunque parezca imbatible, la disyuntiva a la que se enfrenta el Gobierno, como lo advirtió el propio jefe de Estado, “de un aumento del hambre y la pobreza, si no se sube la gasolina” por el crecimiento desmedido del fondo, no será fácil de digerir ni caerá bien entre una ciudadanía a la que cada vez le alcanza menos el dinero para vivir. El palo no está para cucharas.

Cuál es el margen de negociación existente, si es que lo hay y con qué sectores, para que los hogares, en particular los más pobres, no se vean afectados por el aumento en el precio de la gasolina. Muchos de ellos ni siquiera son propietarios de los 18 millones de motos y carros que circulan hoy en el país, pero la menor alza en los precios de productos y servicios –directa o indirectamente relacionados con el combustible– los golpeará con dureza. Por un lado, porque la gasolina representa uno de los grandes costos asociados al transporte público, en el que suelen movilizarse y, por otro, porque aunque inicialmente se había dicho que el ACPM ni sus derivados se tocarían, el ministro Ocampo ahora no lo descartó, enfatizando que en su caso “van a ir más despacio”. Su peso en el transporte de alimentos y suministros es indiscutible. Por lo que esa dependencia podría pasar factura a los usuarios finales que, en últimas, somos todos.

Los efectos de momento del incremento de los combustibles, aunque predecibles, son todavía inciertos, teniendo como telón de fondo el complejo contexto internacional. Petro y sus equipos económico y social encaran –tras este anuncio– una difícil prueba frente a la que corren el riesgo de no salir bien librados, pese a tener la certeza de que no solo es lo correcto, sino lo más conveniente para el país. Vaya paradoja.