El espíritu inquisitorial que pervive en las redes sociales acabó sin ninguna piedad, y de la noche a la mañana, con la alegría de la repostera Marjorie Cantillo. Luego lo hizo con su dignidad y con el paso del tiempo, de acuerdo con su familia, deterioró su condición de salud, a tal punto que su vitalidad se diluyó por completo en el océano de infames burlas, humillaciones y maltratos a los que la sometieron sus victimarios. Todo por un pastel de cumpleaños que no se parecía a un famoso ratón. Miserable utilización de un asunto banal, pero que bajo las más crueles formas empleadas por la violencia digital esparció el miedo, la depresión y la vergüenza en una mujer, sin prevenciones ni angustias, solo entregada a sacar adelante a los suyos, que en el estertor de su inesperada muerte todavía seguía recibiendo comentarios ofensivos e insultos de sus impunes acosadores anónimos. ¿Serán conscientes del irreparable daño que causaron?

Su trágico desenlace nos debe convocar como sociedad a poner el foco, una vez más, en los recurrentes formatos de ciberacoso o en las violencias de género en medios digitales. Desde la publicación de imágenes o videos íntimos hasta las agresiones contra periodistas, dirigentes políticas y de otras áreas. En muchos de estos casos, la viralización de contenidos o mensajes se ha convertido, inexplicablemente, en una tolerable forma de interactuar o socializar en las redes y en las aplicaciones de mensajería. Pese al devastador impacto que prácticas tan repudiables desencadenan en la salud mental, en las emociones o en la autoestima de sus víctimas, sobre todo cuando se trata de menores de edad, resulta inconcebible que la institucionalidad en Colombia aún no cuente con suficientes herramientas legales en el Código Penal o en otras normas, para dar respuesta a la imperiosa necesidad de que se haga justicia.

Al margen de los vacíos jurídicos existentes –que en una reciente sentencia la Corte Constitucional ha pedido al Congreso resolver cuanto antes, estableciendo rutas jurídicas para castigar penalmente a los responsables–, ninguna persona, con una mínima conciencia ciudadana, debería permitirse desconocer o minimizar la naturaleza delictiva del ciberacoso y la violencia digital. Hacerlo, como ocurrió en el caso de Marjorie Cantillo, no solo da alas a los malintencionados autores de tan insoportables linchamientos sociales, sino que también convierte en cómplices de semejantes canalladas a quienes deciden difundirlos. No todo vale. Quienes estén tentados a dar click a un contenido íntimo, un insulto o una agresión no solo deberían detenerse a pensar que de por medio está en juego la vida de inocentes, niños, niñas, adolescentes o mujeres que no cuentan con las fortalezas emocionales para soportar las consecuencias del hostigamiento.

También convendría que entendieran que podrían ser las próximas víctimas. Nada más cierto que al que a hierro mata, a hierro muere. Ponerle freno al acoso cibernético no tendría que ser una imposición derivada del temor por una posible sanción penal, lo que por cierto exige de las autoridades competentes total compromiso para perseguir a los responsables de los catalogados delitos del siglo XXI. Lo que realmente falta es que seamos capaces de adquirir una verdadera conciencia social sobre los gravísimos efectos de creernos sin más, a punta de RT, miembros de un tribunal del santo oficio de la modernidad con autoridad para irrespetar las libertades individuales o los derechos fundamentales de los demás. Demasiadas personas ya se han quitado la vida o han sucumbido ante la avalancha de aterradores agravios públicos que menoscaban su dignidad humana. Casi 200 años después del fin de la Inquisición parece que no hemos aprendido nada.