Intensa fue la agenda de trabajo del presidente Gustavo Petro en Nueva York. Era de esperarse. Al fin y al cabo, su primera visita a Estados Unidos como jefe de Estado coincidió con el inicio de la celebración de la 77 Asamblea General de las Naciones Unidas, que, como todos los años, convirtió a la capital del mundo en una versión contemporánea de la mítica Torre de Babel, con líderes y representantes globales por doquier con los que se hace prioritario estrechar relaciones, o por lo menos establecer los primeros contactos. Y nada mejor para hacerlo que una cumbre de semejante alcance. Eso quedó claro.
La frenética actividad del presidente en eventos y foros con intervenciones –casi en todos ellos– sobre crisis climática, descarbonización de la economía, guerra contra las drogas o soberanía alimentaria, le restó tiempo para llegar puntual a la cena que el mandatario Joe Biden, en su calidad de anfitrión, ofreció en la noche del miércoles a sus homólogos. La foto de ese apretón de manos, que, conviene señalar no hacía parte de una cita concertada, finalmente no se produjo, pero ocasiones no faltarán porque Petro, tras esparcir el contenido de sus exposiciones –algunas, indudablemente, provocadoras– logró su propósito de insertarse con rapidez en la escena de las nuevas visiones internacionales.
Ahora bien, se debe diferenciar la retórica de las acciones para enfocarse en lo verdaderamente importante. Ahí está la clave para evitar que el trepidante ritmo del acontecer cotidiano diluya la fuerza de sus enunciados, incluso de los más impactantes que podrían quedarse ninguneados o reducidos solo a simples palabras.
Su desafiante discurso ante el organismo multilateral –cuyo sistema necesita ser reformado, aunque ese tema hace parte de otro debate– volvió a activar alarmas que otros gobernantes habían hecho sonar en ese mismo foro global.
Acierta el presidente cuando habla del fracaso en la lucha contra la emergencia climática y contra las drogas. Pese a sus limitaciones o capacidades más o menos reducidas, la humanidad, en su conjunto, no ha hecho lo suficiente para resolver estos descomunales problemas que mantienen en crisis permanente a la casa común, el planeta, debido a ideas políticas o modelos de sociedad en evidente disputa. Lo más alarmante es que el tiempo se agota, en tanto avanzan proyectos expansionistas o autoritarios y se dispara la pobreza por la imparable inflación global.
Mientras la falta de voluntad política, la desconfianza o el egoísmo sigan marcando el rumbo de liderazgos globales, fuertemente cuestionados por su falta de compromiso frente a demandas apremiantes como estas, no será posible desandar el camino hasta ahora recorrido con tan poco juicio.
Transformar el enfoque de la fallida lucha contra las drogas, para abordarla también como un problema de salud pública, exigirá una estrategia conjunta basada en la corresponsabilidad. Levantar muros o insistir en el señalamiento de unos determinados países solo servirá para profundizar el prolongado conflicto norte-sur. Además, una golondrina no hace verano.
Como mensaje cargado de simbolismos, el lanzado por el presidente Petro en la ONU para acabar la “irracional” guerra contra las drogas sacudió conciencias. También, el de reencauzar la gobernanza medioambiental del planeta, preservando y rescatando la selva amazónica que, ciertamente, se quema ante la mirada “hipócrita” del resto del mundo. Pero, más allá de exaltar los ánimos y desatar controversias o confrontaciones internas, el desafío se concentra en cómo aglutinar imprescindibles respaldos, seguramente entre sus similares del bloque latinoamericano, para pasar de la épica a la acción.
Lo que resulta aún difícil de asimilar, pese a la elocuencia de su retórica, es la comparación entre la cocaína, el petróleo y el carbón, a los que equiparó como “venenos” para el ser humano. Ahondar en esta discusión ante países que atraviesan una profunda crisis energética por la deriva autoritaria de un dictador, Putin, que amenaza con cortarles el gas, congelarlos de frío o lanzarles un ataque nuclear, puede ser un argumento efectista o llamativo frente a la inaplazable crisis climática, pero no garantiza el respaldo necesario para dar el siguiente paso. Abrir un frente de guerra contra estas fuentes de energía, cuestionables sin duda, pero necesarias en el proceso de transición energética, no parece lo más apropiado. Se corre el riesgo de que el resultado final sea ninguno.