Brasil contiene el aliento de cara a las elecciones más polarizadas de su historia reciente. En poco más de una semana, 156 millones de electores decidirán el rumbo del gigante sudamericano entre dos propuestas radicalmente distintas: la que encarna el actual presidente, el ultraderechista Jair Bolsonaro, y la que ofrece el exdirigente sindical Luiz Inácio Lula Da Silva, quien ya gobernó a este país entre 2003 y 2010. Este último, a sus 76 años, es el gran favorito en todos los sondeos que le dan hasta 14 puntos de ventaja.

Si Lula, que registra actualmente un 47 % de la intención de voto, sigue creciendo a buen ritmo, podría incluso ganar en la primera vuelta del próximo 2 de octubre, poniendo punto final a un pulso electoral que ha sido, como se esperaba, intenso, en virtud de la definición del modelo de país en disputa.

Quizás por ello, la elección percibida como una “lucha del bien contra el mal”, según lo señalado por el propio Bolsonaro, ha dado pie para lamentables episodios de violencia política, absolutamente extremistas, que han derivado en agresiones e incluso en la muerte de al menos 22 partidarios de las dos campañas. Un clima de crispación e intolerancia alentado, en ocasiones, por los enardecidos discursos de los protagonistas de la contienda que se han prodigado en impresentables insultos. Mientras Lula califica a su adversario de “genocida” o “negacionista”, Bolsonaro no lo baja de “expresidiario”, “borracho” o “bandido”.

Con un Brasil incendiado, pero sobre todo fracturado, por el talante autoritario y belicista de su actual gobernante, que se ha dedicado en los últimos años a cazar peleas con distintos sectores de la institucionalidad, entre ellos el Tribunal Supremo, ambos líderes deberían ser más responsables en sus mensajes al electorado para tratar de enfriar las tensiones en el tramo final de la campaña.

En últimas, con esta elección tan determinante, es la democracia misma la que está en juego en Brasil. Ni Lula ni Bolsonaro, más allá de su evidente antagonismo, lo deberían desdeñar.

Con frases grandilocuentes como que “solo Dios” podría sacarlo del poder, el militar retirado ha puesto en tela de juicio a las autoridades electorales, cuestionando, al mejor estilo de su paradigma político, el expresidente Donald Trump, la transparencia del proceso. No solo calificó de mentirosas las encuestas que lo relegan a un segundo lugar. También condicionó su reconocimiento de los resultados a que los comicios se realicen de forma “limpia y transparente”. Pese al manto de dudas que ha pretendido extender en la ciudadanía, en especial entre sus seguidores, exigiendo recuento público de los votos, en esta nación no se ha producido ningún caso de fraude electoral en 26 años, tras la implementación del voto electrónico.

Brasil, la economía más grande de América Latina, es también uno de los países en los que más ha crecido la pobreza, el desempleo y la desigualdad social. La pandemia, pésimamente gestionada por Bolsonaro, acabó con la vida de cerca de 700 mil personas. Tras el embate de la crisis sanitaria en su economía, esta ha comenzado a recuperarse, pero aún los desafíos sociales y ambientales, también los relacionados con la contención de la criminalidad e inseguridad, son descomunales. Aun así sus perspectivas de futuro resultan alentadoras.

Frenar el clima de odio que fragmenta todavía más a una sociedad claramente dual, que se debate entre la abundancia y la miseria, tendrá que ser una de las primeras tareas de quien resulte elegido. Toda mejora de la situación pasará por poner el acento en las impostergables prioridades de nación, para lo que hará falta aunar esfuerzos. El hermano mayor del vecindario, otrora ejemplo de bonanza, luce hoy como un enfermo que demanda urgente reanimación para no seguir arrastrando dolencias incurables.