Cuando el río suena, piedras lleva. Algo de eso podría estar detrás de los serios cuestionamientos, cada vez más extendidos, contra la Policía por su supuesta inacción frente a preocupantes hechos de violencia en distintas zonas del país. La incursión de un grupo de mujeres que en medio de una protesta intentó quemar la Catedral Primada de Colombia, las recientes ocupaciones ilegales de tierras o el bloqueo de vías en el Bajo Cauca antioqueño aparecen en el listado de situaciones vandálicas que, pese a poner en riesgo derechos ciudadanos y bienes públicos y privados, no habrían sido atendidas por integrantes de la institución –al menos esa es la percepción que existe– con la diligencia o celeridad requeridas. La realidad es que hasta la misma alcaldesa de Bogotá, Claudia López, pidió explicaciones a los mandos policiales por no “aplicar el protocolo distrital y la Ley”, en el caso puntual de quienes trataron de incinerar la emblemática e histórica iglesia, como documentan videos hechos por los propios uniformados.
Su justificada molestia radicó en que estando presentes dilataron su intervención hasta último momento. Conviene analizar lo sucedido en su justa medida, sin caer en tremendismos ni subestimaciones, pero resulta también imprescindible poner en el debate nacional una cuestión compartida por ciudadanos inquietos, e incluso alarmados, por el rumbo que está tomando la fuerza pública. “¿Tienen la orden de su mando nacional” -refiriéndose al Ministerio de Defensa o al presidente Gustavo Petro, sin mencionarlos– “de dejar hacer y dejar pasar”?, se preguntó López. No es gratuito que ese mismo interrogante sea el que más le formulen al director de la Policía, general Henry Sanabria. Sobre todo, luego de dar a conocer el nuevo protocolo que regirá las actuaciones de la remozada Unidad Nacional de Diálogo y Mantenimiento del Orden (Undmo), el cuerpo que reemplazará al Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad).
Entre los lineamientos, todos sustentados en el ordenamiento jurídico, preceptos constitucionales y procedimientos policiales, que fueron establecidos para encarar 11 eventuales escenarios de alteración del orden público, llama la atención que los uniformados deberán soportar insultos o ataques verbales en su contra por parte de los manifestantes. Lo que el director general califica como “tolerancia frente a ocasiones chocantes”. Ciertamente, la disposición que quedó por escrito no determina la cantidad de agresividad, irrespeto o falta de control que deberán aguantar los policías durante una protesta ni por cuánto tiempo, pero sí apunta a tensar al máximo la cuerda en un momento realmente hostil, corriendo el riesgo de que se rompa. Incluso, si el general Sanabria tuviera razón sobre los altos umbrales de paciencia de sus policías, hay dudas razonables acerca de si esta actitud podría tener un efecto disuasivo en una manifestación pública que empiece a tornarse violenta. No faltan quienes temen que la autoridad policial se vería impactada por la pérdida de su legitimidad o de la motivación de su gente.
La protesta social es un derecho constitucional. De eso no cabe la menor duda. Tampoco de la inquebrantable protección de los derechos humanos que debe garantizar la Policía. Ambas se dan por descontado. Sin embargo, muchas de las nuevas orientaciones sobre la actuación de los uniformados en determinadas situaciones o, en general, frente a la ejecución de la actual doctrina de seguridad han desatado recelos entre miembros de la institución. La tensión se cuela en los cuarteles, donde curtidos oficiales anticipan un futuro encapotado por desacuerdos de difícil gestión. El general Sanabria, hombre de férreas convicciones personales que el país empieza a conocer –valga decir con cierta aprehensión por su carácter de servidor público–, seguramente ha escuchado el ruido que podría pasarle factura. Si no lo ha hecho aún, conviene que agudice el oído. Podría sorprenderse.