La imagen de Gustavo Petro acusa recibo demasiado pronto de su gestión como presidente de Colombia. En dos meses, entre agosto y octubre, su aprobación cayó 10 puntos, del 56 % al 46 %, y su desaprobación se duplicó, saltando de 20 % a 40 %, según la más reciente medición de Invamer. No es fortuito que así ocurra. Esa misma encuesta reveló que un 64 % de ciudadanos estima que las condiciones del país empeoran, cuando hace dos meses lo hacía el 48 %. Crece el pesimismo 16 puntos porcentuales, principalmente por razones económicas. La más importante, pero sobre todo evidente porque golpea con dureza el bolsillo de las clases menos favorecidas, es el irrefrenable costo de vida, el más alto de los últimos 23 años, que siempre será, al margen de quien gobierne, un notorio referente de malestar social o descontento popular que no debería relativizarse. Cada vez más desesperada, la gente continúa a la espera de respuestas, soluciones o medidas que alivien sus duras realidades socioeconómicas. Heredadas del anterior gobierno, sin duda, pero nada más cierto que Iván Duque es historia. Quien toma hoy las decisiones es Petro. En ese contexto, todo indicaría que su luna de miel con sectores de la población, incluidos algunos que lo llevaron al poder, empieza a quedar atrás.

Mucho de ese prematuro desgaste se asocia directamente con la tormenta perfecta que sacude al país en estos momentos. El entorno internacional al que nos enfrentamos no puede ser más demoledor. Sería insensato no reconocer el brutal impacto de variables externas como el escalamiento de la guerra en Ucrania tras la invasión de Rusia, que ha desatado una crisis energética en Europa; la elevada inflación global que intenta ser contenida con recurrentes subidas en las tasas de interés de medio planeta que abonan el camino a una inminente recesión o una estanflación, igual de destructiva, y como guinda de este pastel envenenado que nos dejará en los rines en 2023 aparece la desaceleración económica de China, coletazo de la pandemia por su estricta política de ‘cero covid’ que en realidad terminó por ‘enfermar’ al gigante asiático. Y es bien sabido que cuando este estornuda, el resto del mundo se contagia.

Ante la incertidumbre o el pesimismo por la desaceleración económica global en curso solo existe un claro consenso: lo peor estaría aún por venir. Las tensiones económicas, geopolíticas y sociales no solo no darán tregua, sino que serán realmente difíciles de anticipar. Este es el complejo escenario con el que debe lidiar el actual gobierno que en sus primeras semanas ha ofrecido señales desconcertantes que han empeorado todavía más este clima borrascoso.

Si no es así, cabría preguntarse por qué entonces con tanta frecuencia el ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo, ha debido asumir la vocería del Ejecutivo para insistir en que “no habrá control de cambios, tendrán una política macroeconómica responsable, cumplirán la Regla Fiscal o que respetan todos los contratos de explotación de petróleo y gas”.

Mercados nerviosos por declaraciones del propio jefe de Estado y de sus ministros, como la de Minas y Energía, que ciertamente tienen todo el derecho de hacerlas, no encuentran calma en los llamados de Ocampo. Con una devaluación mucho más acentuada en el contexto local jalonada por el desasosiego alrededor del impacto de la reforma tributaria o por la salida masiva de capitales, el dólar se encamina inevitablemente a los 5 mil pesos como una profecía autocumplida frente a lo advertido en campaña. Sin certezas, inversionistas inquietos por los cambios en las reglas de juego miran hacia otro lado con todo lo que ello supondría en la disminución en el flujo de divisas, metiendo aún más presión al mercado. Quienes asumen que la trepada del dólar afectará solo a los más ricos, como testimonian las redes sociales en las que se libra una pugnaz lucha de clases retratada en descarnadas arremetidas personales, desconocen el alcance de la impagable factura que su descontrol nos hará pagar a todos. Crisis en ciernes.

Sin ponderar los riesgos, representantes del Gobierno y de sus partidos afines señalan culpables de esta tempestad, excluyendo la menor autocrítica, mientras descargan en la opinión pública desconcertantes descalificaciones o mensajes de intolerancia, muchos de ellos con nombre propio. Se hace difícil cuestionar, so pena de terminar estigmatizado como enemigo, externo o interno. Lo mismo da, cuando todo comentario adverso se recibe como un ataque. Que importante se hace en medio de semejante tempestad revalorar el debate público, el diálogo respetuoso o la búsqueda de consensos. Este país tiene enormes desafíos por delante, que sacarlos adelante sea un motivo para serenarnos.