La muerte de un hombre de 44 años en Galapa durante un intento de invasión a un predio privado, a manos de un vigilante armado, revela el fracaso del Estado en su obligación de garantizar los derechos de los ciudadanos. Tanto el del fallecido a tener una vivienda digna como el de los dueños del lote a que se les asegure la defensa efectiva de su patrimonio.

Como tantas crónicas de muertes, literalmente, anunciadas en este país, lo sucedido en la finca ‘Sevilla’, en zona rural de ese municipio atlanticense, forma parte de una realidad en la que víctimas y victimarios, depende de la óptica con la que se mire, oscilan de una orilla a otra. No es una frontera clara, sino una línea tremendamente difusa que, en esta problemática de las ocupaciones ilegales de tierras, puede constituirse en la génesis de patrones de comportamiento irregulares.

Sin la decidida intervención de las instituciones, estos podrían sumar nuevas situaciones de intolerancia, violencia y, en el peor de los casos, decesos.

En una clara demostración de la incapacidad de las autoridades, las administrativas y las policiales, para prever hechos como este o anticipar acontecimientos violentos, la seguridad de un predio desalojado hace menos de una semana quedó únicamente en manos de sus propietarios. Primer error.

Estas personas, para evitar que el lote de 70 hectáreas fuera invadido nuevamente, dispusieron un servicio de seguridad privada, algo válido, además de lógico. Lo que resulta insensato o ingenuo es que no se contara con vigilancia de la Policía o que esta no se enterara, por labores de inteligencia, de que se orquestaba un nuevo intento de ocupación. No era descartable que los invasores reincidieran en su objetivo de instalarse en unas tierras que consideran su mejor opción para vivir ante la falta de un sitio adecuado. El resto es parte de nuestra desafortunada historia de inacabable violencia o de descarada viveza.

Cerca de 100 hombres, algunos de ellos con machetes, atacan a los vigilantes en medio de la noche. Hieren a uno. Estos responden disparando. Se desata una batalla campal que se salda con una persona muerta, otra herida, vehículos incendiados y, sobre todo, miedo, mucho miedo, debido a las amenazas de los supuestos invasores. Quien accionó su arma de fuego, uno de los custodios del lugar, fue dejado a disposición de las autoridades. Del resto de los que participaron en estos lamentables hechos poco se conoce o al menos la Policía no se pronuncia. Cabe preguntarse, entonces, ¿la Alcaldía de Galapa, que acompañó la semana pasada el desalojo de las 600 personas allí asentadas durante meses, ha logrado establecer quiénes se encuentran detrás de la instrumentalización de mujeres y menores de edad, buena parte de ellos población migrante extremadamente vulnerable? ¿Dónde están todos ellos ahora?

Si no lo saben o no lo tienen claro, es necesario que soliciten cuanto antes una intervención del orden departamental o nacional. Este es un asunto prioritario, de carácter humanitario por las vidas en juego, además de un serio problema de seguridad que, en cualquier momento, puede empeorar con consecuencias aún más dolorosas.

Nadie más debe perder la vida. Sin embargo, tras la tímida reacción de las autoridades, esto no parecería del todo garantizado. Faltaría que alguien asumiera la interlocución con los líderes o representantes de estas personas que, según le dijeron a EL HERALDO, están convencidos de que hacen lo correcto. Por tanto, no se reconocen como invasores, sino como una comunidad que reclama un sitio para vivir. Otros sí admiten haber sido engañados con promesas de lotes gratis. En consecuencia, muchos de ellos seguirán intentando ocupar de manera ilegal un espacio, un predio o un lote vacío. ¿Está preparada la institucionalidad del Atlántico para enfrentar este desafío? Lo dudamos.

Ajustando sus expectativas o, bueno, las que generaron entre los más pobres, el Gobierno reconoce que no podrá comprar 3 millones de hectáreas en cuatro años. Por razones técnicas, pero también económicas a causa del difícil momento de estrechez financiera, con lo cual la reforma agraria avanzará, pero no lo suficiente para distribuir tierra productiva a quienes la requieren.

Entonces, ¿qué opciones quedan para superar este cuello de botella en el que convergen invasores, reincidentes, propietarios arrinconados, cuerpos de vigilancia o seguridad privada, instituciones incapaces de hacer valer derechos y, ante todo, un escenario de lucha abierta entre los que desconocen la autoridad? Que alguien levante la mano si tiene una buena idea porque la caja de pandora que se ha abierto no muestra un fácil cierre.