Con demasiada rapidez, al nuevo Gobierno se le vieron las orejas. Su intento de ejercer un control previo de las publicaciones de medios de comunicación, camuflado en su legítimo propósito de humanizar la política criminal por medio de una reforma, se ha denunciado como lo que es: un atentado al derecho fundamental contra la libertad de prensa y de expresión en un país donde los violentos se encargan ya de arremeter contra ellas, además de frente, como parte de su infame estrategia de silenciar a periodistas.
Es inadmisible, por tanto, que el Ministerio de Justicia y del Derecho, así sea en un ejercicio de prueba y error incluido en un borrador o anteproyecto de ley, se haya atrevido a poner en riesgo uno de los valores más relevantes de la democracia liberal que dice defender. Desafortunado paso en falso, por decir lo menos, que aparentemente se reversó a tiempo.
En medio del intenso debate que suscitó el polémico articulito, el ministro Néstor Osuna puso la cara. Primer gesto que se agradece, porque usualmente cuando se revelan este tipo de estropicios sus padres o autores se precian de hacer mutis por el foro.
Ni corto ni perezoso, el jurista, entendiendo lo que se le venía pierna arriba, garantizó públicamente que ante cualquier alerta de sospecha o suspicacia de censura retiraría la norma del borrador de la iniciativa que se presentará al Congreso el año entrante. Segundo gesto que se valora, porque de manera rápida, oportuna y sin desgastarse en controversias inútiles, Osuna decidió dar marcha atrás en un asunto que se caía por su propio peso.
Someter a la aprobación del Consejo Superior de Política Criminal los contenidos o piezas comunicativas de campañas elaboradas por los medios de comunicación destinadas a sensibilizar a la ciudadanía sobre la “humanización de la política criminal” y las “oportunidades de la justicia restaurativa” no es nada distinto a imponer a la prensa una censura previa que deteriora el debate político y limita el libre pensamiento en el país. Pero, además, va en contra de lo consignado en la Constitución de Colombia y en la Convención Americana sobre Derechos Humanos. ¿O no lo consideraron así?
Sería conveniente que el ministro, a quien se le reconoce su talante conciliador y dialogante, insista en su mensaje para zanjar esta controversia sobre el irreductible compromiso que debe tener el Gobierno como garante de la protección de la libertad de prensa y de expresión.
Razón no le falta a la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) cuando señala que aun en la nueva versión del dichoso articulito quedan cabos sueltos frente a la participación del Consejo, que ahora será facultativa y no obligatoria. Cuidado. Se trata de un órgano político que no debe opinar sobre el contenido de los medios, ni estos últimos tienen obligación de ser aliados del Gobierno.
Hace falta, como plantea la misma FLIP o la Asociación Colombiana de Medios (AMI), un debate participativo que incorpore a los directamente involucrados, los medios de comunicación, para revisar los términos de la iniciativa. Este es el fondo de la cuestión. Que el Ejecutivo defienda la humanización de la política criminal, elimine delitos del Código Penal o muestre que la cárcel no es la única forma de impartir justicia responde a su propuesta electoral y de gobierno. Que pretenda establecer censura a los medios exigiendo que publiquen contenidos elaborados a su imagen y semejanza es un exabrupto que dinamita libertades y derechos, que son, por un lado, garantía de la ciudadanía de estar informada de manera veraz e imparcial y, por otro, sustento del irrenunciable ejercicio de contrapoder a quienes lo ostentan en la sociedad.