Gustavo Petro ha completado 100 días de su mandato. Ha sido un periodo intenso en el que el primer gobierno de izquierda en la historia de Colombia se ha apresurado a tratar de dejar su impronta. Bien sea para marcar diferencia con los anteriores ejecutivos o para reafirmar, a través de actos, gestos y mensajes, el carácter de su apellido, el del cambio, por el cual fue elegido. Pero, como del afán no queda sino el cansancio, una de las principales críticas a su desordenado e impetuoso arranque ha sido la desarticulación a la hora de formular anuncios, además en una cantidad excesiva, que luego no termina de concretar en hechos reales ni en políticas públicas, que sería lo esperado como parte de una estrategia de planificación rigurosa y detallada.
En su análisis, la Fundación Pares contabilizó 665 anuncios, de los cuales dijo que “el 80 % se ha quedado solo en eso, en anuncios”, sin que se conozca aún cuál será la hoja de ruta para transformarlos en realidades. Por más que el deseo del progresismo sea hacer de Colombia una potencia mundial de la vida, la humana y la de la naturaleza, como ha indicado el propio jefe de Estado, tanto en casa como en escenarios internacionales –lo cual es absolutamente coherente con las reformas prometidas a sus electores–, si él mismo y sus ministros no “moderan y explican” de forma más ordenada sus propuestas e iniciativas resultará realmente difícil entender el alcance de asuntos cruciales para el futuro como la paz total, la transición energética o la reforma a la salud. Están a tiempo de corregir su desorganización interna para funcionar como un equipo.
Más allá de las desconfianzas o recelos, inclusive en el interior de la coalición legislativa, la gobernabilidad del presidente Petro es indiscutible. Sus sólidas mayorías en el Congreso le permitieron sacar adelante la reforma tributaria; la prórroga de la Ley 418, considerada el marco jurídico de la paz total, o la aprobación del Acuerdo de Escazú. Algunas de ellas requirieron discusiones profundas en las que el Gobierno hizo concesiones en aras de asegurar estabilidad y conjurar turbulencias. Valiosa lección cargada de realismo que debería tener presente de cara a construir mínimos consensos por el bienestar de quienes dependan de su gestión, que son todos los colombianos. Por supuesto que es posible tener comprensibles diferencias, como hasta ahora ha sucedido, con representantes de sectores políticos, gremios económicos o sociales. La clave está en que el Ejecutivo entienda que no todos son oposición, sino críticos de una gestión sometida al escrutinio público. Este es un relato que el mismo presidente no debería tolerar si desea tender puentes para disipar asomos de confrontación política.
Frente a este simbólico corte de cuentas en el que el Ejecutivo tiene necesarios aprendizajes que asumir, la oposición política se raja. Su actitud errática o dispersa no favorece el clima de un debate público de altura, indispensable en democracia para evitar la infructuosa unilateralidad. El Gobierno sabe que lo que está por venir, desde negociar con el Eln, dar manejo responsable de la economía en medio de fuertes presiones o definir el futuro del petróleo y el carbón, será mucho más retador que todo lo conocido hasta ahora. Reafirmar su derrotero, siendo consecuente con la defensa de las justicias climática y social, le exige mirar de manera diferencial a la Costa, donde la crisis invernal ha devastado territorios vulnerables. Si no contamos con un plan regional con prioridades claras, no será viable superar la actual emergencia que insistimos demanda una real cogobernanza entre lo nacional y lo local, sin más dilaciones. No será un camino fácil, pero de la respuesta que se le dé a este desastre dependerá en buena medida el rumbo del Gobierno y de las regiones.