Como una bola de nieve crece el malestar de estudiantes de universidades privadas por incrementos, en algunos casos, cercanos al 14 % en el valor de matrículas para 2023. Con sarcasmo, muchos de los que defienden retóricas populistas estiman que las protestas de los hijos de los más ricos del país no tienen justificación. Craso error. Bien podrían irse para atrás, tras conocer que una tercera parte de los jóvenes que cursan actualmente estudios superiores en estos centros académicos pertenecen a hogares de estratos 1, 2 y 3.

Habría sido ingenuo creer que bajo las actuales condiciones de crecientes dificultades económicas que no dejan títere con cabeza, las cuales se encuentran amarradas a una espiral inflacionaria intratable, esta combativa generación de universitarios –habituada como está a alzar la voz para reivindicar sus derechos individuales y colectivos– se iba a quedar callada e inmóvil frente a lo que consideran “un abuso” o un “atentado contra la comunidad y sus familias”. Así definen el carácter de su lucha.

En el fondo de esta crisis que opone a estudiantes y directivas de los claustros privados aparece la inflación con todo su ruinoso efecto en el alza del costo de la vida. Ante la imposibilidad de ser contenida, pese a las medidas adoptadas por este y el anterior Gobierno, las matrículas universitarias se han convertido en el primer campanazo de alerta del escandaloso panorama que se avecina en 2023. En su defensa, los rectores de universidades como la Javeriana o Los Andes, las más cuestionadas por sus aumentos de entre uno y casi cuatro millones de pesos por semestre dependiendo de los programas, dicen que las subidas responden a la actual coyuntura económica que han calificado de “cruel realidad”. Tienen sus razones. Por un lado, los costos de la educación, como los salarios de sus trabajadores, aumentan de acuerdo con el Índice de Precios al Consumidor (IPC). Y, por otro, los de sus servicios tecnológicos, equipos o licencias de software lo hacen amarrados a un dólar que sigue extremadamente volátil.

Si bien es cierto que las universidades en el marco de su autonomía y de su acreditación de alta calidad son libres para fijar el alza de matrículas, incluso por encima del IPC, para asegurar su sostenibilidad, estas instituciones deben hacer un esfuerzo adicional para entender la asfixiante situación económica que atraviesan sus estudiantes más vulnerables.

Agobiados por las deudas contraídas durante años para sufragar los importes de sus carreras, las opciones que les han ofrecido para adquirir nuevos créditos u otros mecanismos de financiación no les resultan viables. Está claro que los perciben como formas de esclavitud moderna que, irremediablemente, hipotecarán su futuro. Al final, estos costos inasumibles amenazan con disparar la deserción en instituciones, cuyas matrículas no han logrado recuperar el dinamismo perdido desde 2017. El impacto de la pandemia lo complicó todo aún más y nada ha vuelto a ser como antes.

Sería indignante que la historia de tantos jóvenes de escasos recursos, estudiantes de universidades privadas, se trunque de forma tan repentina. La equidad en el acceso a la educación superior, particularmente a estos centros, aunque suene iluso, no debería depender solo de factores económicos, sino de la capacidad y vocación de sus aspirantes. La educación es un motor de transformación social. A nadie se le debe negar esta posibilidad. Son tiempos difíciles para todos, quien diga lo contrario miente, pero este Gobierno, el del cambio, con el ministro Alejandro Gaviria a la cabeza en el sector educación, tiene que esmerarse mucho más para derribar las inmorales barreras que niegan, condicionan o limitan el acceso de los jóvenes a estudiar. A ponerse a trabajar con los rectores. Ganar un poco menos también es posible: $31 millones por un semestre de Medicina es una grosería en un país pobre donde la salud funciona a medias.