Rueda el balón en el Mundial de Qatar 2022. Se abre este domingo el telón de la siempre esperada fiesta del fútbol que se vive cada cuatro años. Sin embargo, esta vez una enorme sombra se ha posado sobre el torneo desde su adjudicación hasta su víspera. Los escándalos de corrupción en la FIFA que rodearon su elección originaron los primeros reproches y rechazos. No se vio con buenos ojos que otras sedes con todos los merecimientos fueran superadas por un país respaldado, eso sin duda, por un descomunal músculo financiero, con el cual se alentó a más de un miembro de la cuestionada rectora del fútbol universal para blanquear al régimen.

A partir de ahí, el evento ha estado bajo la lupa. Denuncias de corrupción y soborno, además de una catarata de quejas por una serie de repudiables situaciones que desprestigió aún más a la Fifa. Muertes, violaciones de los derechos humanos y explotación laboral fueron el común denominador durante la construcción de los estadios de Qatar-2022, según denuncias de Amnistía Internacional (AI), la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y Human Rights Watch (HRW). Todas estas instituciones destaparon las terribles condiciones de esclavitud que afrontaron los miles de migrantes que arribaron a ese país con la esperanza de laborar digna y favorablemente para ayudar a sus familias en sus países de origen. Muchos de ellos se toparon con una realidad inhumana que acabó con sus vidas.

El periódico británico The Guardian habla de 6.500 fallecidos desde el año 2010, mientras que la OIT reconoce 50 muertos y 500 heridos, solo en el año 2020. En cualquier caso, sean 6.500, 50 o uno, nada justifica la vulneración de los derechos humanos como sucedió en Qatar, lo cual es de por sí motivo suficiente para levantar la voz y exigir justicia, respeto e igualdad en la sede mundialista y en cualquier parte del planeta. Pero esta tragedia colectiva no es lo único que empaña la celebración del fútbol. Las desproporcionadas e injustas normas o leyes que atentan contra las minorías religiosas y sexuales, discriminan a la mujer e irrespetan la libertad de prensa y expresión también se sitúan en la mira de los defensores de los derechos fundamentales.

Haciendo gala de la excesiva soberbia y escasa autocrítica que desde siempre han camuflado sus intereses, la Fifa, a través de su actual presidente, el italiano Gianni Infantino, dijo hace pocas horas que Occidente no está en posición de “dar lecciones morales” a Qatar. El mandamás del futbol reclamó que sean las naciones europeas las que ofrezcan disculpas por sus propias historias. Al margen de su tono desafiante, su postura es demasiado simplista. Ciertamente, una cosa no excluye la otra. Es innegable que el multimillonario emirato del Golfo Pérsico aparece en las últimas posiciones de los ránquines mundiales sobre derechos humanos. O que existen evidencias inobjetables sobre abusos, atropellos o agresiones, que la competición de las 32 mejores selecciones de fútbol del planeta ha ubicado en la primera línea del interés global.

No se trata solo de hipocresía, aunque también hay algo de eso, sino de aprovechar que todos los focos, como nunca antes, apunten hacia Qatar por sus tantas reprochables vulneraciones de los derechos humanos que, lamentablemente, una vez se vacíen los estadios no cesarán. En consecuencia, que este ‘extraño’ Mundial se convierta en una ventana para todos aquellos valientes que deseen contar verdades que muchos no quieren escuchar. Otros podrán, por principios, renunciar a atender la cita mundialista. Los medios, por responsabilidad informativa con sus audiencias, daremos cabida en nuestras agendas a ambas realidades: la deportiva y la deplorable persecución a las libertades. En Qatar queda claro que no todo lo que brilla es oro.