Aunque el cerco al VIH se sigue cerrando, aún estamos bastante lejos de cantar victoria. 650 mil personas que vivían con la enfermedad murieron en 2021. Que el número de decesos globales se reduzca un 5,79 %, frente al de un año atrás, es positivo; pero, esto no puede distraernos del hecho de que 1,5 millones la adquirieron en ese lapso, lo que equivale a una cantidad similar al total de casos de 2020. El más reciente balance entregado por Naciones Unidas indica que, actualmente, 38,4 millones de personas son VIH positivas, 1,5 % más que en 2020. Cabría entonces concluir que más de 40 años después de que la humanidad empezara a lidiar con el VIH/Sida aunque no se constatan grandes retrocesos, como pasaba antes cuando se conocían estos cortes de cuentas, tampoco se obtienen avances realmente significativos en la respuesta mundial para prevenir, reducir la transmisión, garantizar tratamientos y, sobre todo, para poner fin a la pandemia que registró su pico más alto en 1996.

Es más Unicef habla de “fracaso colectivo” cuando se evalúa particularmente la situación de niños y adolescentes con VIH, debido al estancamiento sin precedentes en la atención preferencial que deben tener. A pesar de que los menores representan tan solo el 7 % del total de personas con VIH en el planeta, más de 110 mil de ellos murieron y 310 mil contrajeron la enfermedad el año pasado, lo que supone el 17 % del total de fallecimientos y el 21 % de los nuevos diagnósticos, respectivamente. Cifras desalentadoras que confirman, por un lado, cómo se ahonda la brecha existente en el tratamiento que reciben niños y adultos, al margen de su ubicación geográfica. Y, por otro, queda claro que pasados los momentos más duros de la pandemia de covid-19, los sistemas de salud no han podido recuperar tasas de cobertura de servicios disponibles para encontrar a los niños de poblaciones en mayores contextos de vulnerabilidad, hacerles pruebas y garantizarles una terapia de alta eficacia que les salve la vida. Sin duda, es un revés rotundo.

Esta es solo una de las muchas desigualdades estructurales que impiden o, al menos, dificultan el control de la enfermedad, en especial en los países más empobrecidos que acumulan casi la mitad de los casos globales, como los del este y sur de África, Asia Central o América Latina. ¿De qué sirve que se desarrollen tratamientos innovadores como el que se estrenará este mes en Europa, que consiste en dos inyecciones intramusculares cada dos meses en vez de la terapia estándar diaria por vía oral, o incluso se hable de una vacuna que estaría lista en menos de 10 años, cuando millones de personas que viven con VIH no tienen acceso a los más básicos medicamentos antirretrovirales? Como lo demostró la inequitativa distribución de vacunas para inmunizar contra el covid en las naciones con menos recursos, las comunidades altamente afectadas frente al VIH/Sida no tienen motivos para sentirse esperanzados.

Si no se asegura una respuesta global para erradicar las desigualdades económicas, sociales, culturales y legales alrededor de la enfermedad, entre ellas el estigma, la discriminación o las violencias de género que a diario deben soportar las personas afectadas por el VIH o quienes tienen comportamientos de riesgo de infección, año tras año seguiremos recitando estos datos, comprobando cómo en los países ricos la pandemia se ralentiza y se producen curaciones casi milagrosas o relevantes avances médicos. Mientras entre nosotros pervivan intolerables inequidades que imposibiliten el acceso a servicios integrales en salud sexual y reproductiva o a conseguir una simple prueba y condones, un número indeterminado de personas con VIH se verán privadas de llevar una vida normal, tan digna como la suya o la mía. Poner fin a esta pandemia pasa por vencer no solo la enfermedad, sino también el estigma que causa.