Nada qué hacer. Hoy, en el Día Internacional de los Derechos Humanos, advertimos que 2022 terminará como empezó: con un recrudecimiento de las violencias armadas en territorios duramente golpeados por crímenes selectivos, masacres y desplazamientos forzados ejecutados por grupos ilegales.
Son escandalosas las cifras que acaba de revelar la Defensoría del Pueblo. 199 líderes sociales y defensores de derechos humanos fueron asesinados entre enero y noviembre de este año. Un tercio de ellos, alrededor de 66, en los últimos cuatro meses tras la llegada al poder de Gustavo Petro.
Cuando aún faltan 21 días para concluir diciembre, ese dato –que adiciona nuevas víctimas casi a diario, las más recientes en San Pablo y Magangué, Bolívar- no solo supera el registro de la misma entidad en todo 2021, sino también el de organismos no estatales, como Naciones Unidas o Indepaz, que hasta la fecha contabiliza 183 homicidios.
Pese a que el recuento aún se sitúa por debajo de los 298 crímenes reportados en 2018 o de los 310, de 2020, lo cual no es ningún consuelo porque cada una de las muertes de este año representa una tragedia en sí misma, todos como país deberíamos sentirnos avergonzados frente a esta infamia recurrente.
En 2022 tampoco fue posible encontrar o consolidar mecanismos efectivos para empoderar a las comunidades en riesgo, mejorar sus condiciones de seguridad, reforzar el control del Estado en los territorios y asegurar pactos humanitarios para sostener, al menos, la reducción de asesinatos de 2021, cuando hubo 171 casos. Que un solo líder social, comunal o ambiental en defensa de su región y de los procesos comunitarios en beneficio de su desarrollo sea silenciado es una desgracia que seguimos sin comprender en su justa medida.
Cada vez que matan a uno de estos compatriotas, casi todos de origen campesino, afrodescendiente o indígena, los criminales conquistan espacios en los que terminarán imponiendo sus aterradores métodos violentos. Sin darnos cuenta ni mucho menos asumirlo, sus tentáculos más temprano que tarde también nos alcanzarán a nosotros.
Lo acontecido en 2022 con los líderes sociales, a los que siguen exterminando, es parte de un incontenible desastre humanitario que pone en evidencia, una vez más, la incapacidad de nuestros Gobiernos para garantizar la plena vigencia de los derechos humanos. Que la izquierda esté hoy en el poder, como los hechos han demostrado, no es garantía de que pueda revertirse como por arte de magia esta cruel tendencia, que se ha cobrado más de 1.400 vidas desde 2016.
Mientras el narcotráfico, con su incontenible expansión de hectáreas cultivadas, control de rutas y proliferación de economías ilegales, gane partidas en el macabro ajedrez de la violencia, quienes se oponen a su dominio seguirán siendo los peones a los que hay que darles jaque mate.
A Colombia le cuesta reconocer las fortalezas del liderazgo social. Ya quisieran muchos tener el valor de mujeres capaces de encarar guerrilleros o miembros de bandas criminales cuando se trata de defender a menores víctimas de reclutamiento forzado en Chocó, Cauca, Nariño o Putumayo. No se les puede dejar solos. Sería miserable repetir la historia de soledad a la que parecen condenados los municipios PDET y los priorizados por el actual Gobierno, donde las violencias armadas han arreciado en el último trimestre.
Mostrar una voluntad dialogante con los grupos ilegales, como el presidente Gustavo Petro bien lo ha advertido, no les otorga un aval ni un permiso para que intensifiquen sus disputas criminales, extiendan sus economías ilegales o asesinen a civiles y uniformados.
Tienen que saber, y el Ejecutivo debe dejárselos absolutamente claro, de que no les permitirá ganar tiempo ni territorios. La paz total no puede ser ingenua ni falta de realidad. Es hora de dar el salto de la retórica a hechos que detengan el baño de sangre.